LA AMENAZA DE SATURNINO
Rodrigo pareció divagar mentalmente un momento. Cruzándose con nosotros, que subíamos por la Rambla, desde el monumento a Colón, en dirección a la plaza Catalunya, bajaba una bella mujer de piel bronceada y una larga melena trabajosamente trenzada, pero no era ella quien apresaba sus ojos melancólicos; era la nube del pasado.
«Las relaciones familiares son algo extraño», dijo.
«Se ha dicho —repuse yo— que a los amigos los elegimos, pero la familia viene dada con el nacimiento».
«Pero fíjate que —arguyó él— tampoco en el amor, en el enamoramiento ... —vaciló un instante, antes de proseguir—, ¿estás seguro que elegimos? pienso que cuando elegimos algo, lo hacemos con un dominio de la razón, valoramos, evaluamos, meditamos con un punto de frialdad objetiva; sin embargo, en el amor... hay algo que se impone al juicio, como espontáneo, ¿me entiendes?»
Yo cabeceé para mostrar mi acuerdo con él en este razonamiento.
«Quiero contarte una cosa, que tal vez no guarde relación directa con lo anterior —dijo. Se quedó pensando y añadió—: o quizá, sí.
»Siendo yo niño, hubo un personaje extraño al que vi muy pocas veces. Se llamaba Saturnino; de eso me acuerdo muy bien. Era un familiar, aunque no recuerdo de qué ala de la familia, debería decir de las familias; aunque siempre he supuesto que de la de mi padre.
Sin duda era alguien lejano, como se decía. Un primo segundo o algo así. Alguna vez aparecía sin avisar, lo que entonces entre familiares era menos chocante que hoy, porque pocas personas tenían teléfono y la comunicación y los encuentros eran más casuales o festivos».
A la altura de la calle de Santa Anna me propuso ir a un café, antes de llegar a la plaza. Allí, Rodrigo prosiguió su relato.
«En la tarde o en la mañana, Saturnino aparecía de repente, llamando al timbre. Mi madre estaba sola o con nosotros, porque mi padre era quien trabajaba fuera para conseguir los ingresos que nos permitían vivir, en aquellos días, modestamente. Saturnino siempre traía un obsequio para mi madre; una caja de bombones, veo en mi memoria, y alguna golosina para nosotros dos.
»Aquel familiar extraño, por lo infrecuente y retirado, iba impecablemente vestido. Usaba corbata o pañuelo al cuello, y desprendía un notorio olor a colonia varonil.
»Su visita duraba poco tiempo. Decía que "pasaba por aquí", mi madre le hacía un café y conversaban superficialmente de temas propios de aquella familia lejana y desconocida».
Rodrigo sorbía su café con leche y lo acompañaba, como yo, de una gran ensaimada cubierta de azúcar glasé.
«Lo que quería contarte es algo muy chocante, que para mi mente infantil constituía un arcano.
»En una ocasión, mi abuela paterna, muy dada a maledicencias y chismes familiares, le comentó a mi madre, bajando el volumen de la voz y en un susurro ronco, porque yo estaba presente, que Saturnino era "marica"; y en otra, oí decir a los hombres de la familia, en tono entre burlón y ofendido que tal o cual era "maricón". En ese género situaban a Saturnino».
Yo escuchaba a Rodrigo y recordaba situaciones similares de mi propia experiencia.
«Si aquello yo no lo entendía con claridad, lo cierto es que me hacía todo género de ideas descabelladas sobre el término y las circunstancias de aquellos hombres tildados peyorativamente, segregados en las conversaciones. Pero un día, cuando al regreso de su jornada laboral, le comentó mi madre a mi padre la visita de Saturnino, mi padre reaccionó muy violentamente y la cosa terminó en una discusión que se cerró con un "no quiero que venga más, mientras no esté yo". Mi madre se defendía diciendo: "y yo..., qué quieres que haga", a lo que el señor de la casa determinó: "no le abras la puerta". Y así acabó.la discusión...y las visitas del, ahora ya, enigmático Saturnino, porque cuando llamaban al timbre y mi madre, a través de la mirilla de la puerta, veía que se trataba del convertido en inoportuno visitante, nos hacia guardar silencio absoluto, simulando que no había nadie en el piso. Así que, con el tiempo, y después, con nuestro cambio de domicilio el rastro de Saturnino se perdió.
»Yo crecí y muchas veces recordaba, como recuerdo ahora, aquel episodio chusco; pero no fue hasta la adolescencia, cuando dándole vueltas a la cosa, pude concluir mis cavilaciones sobre Saturnino. ¿Cómo podía ser que mi padre le hiciera a mi madre aquella escena de celos, por las visitas de un hombre que no representaba para él peligro alguno, dada su conocida inclinación sexual, ningún riesgo respecto a la posesión física exclusiva sobre mi madre, en su estrecha mentalidad machista?
»Mis posteriores indagaciones sobre psicología, sociología y economía me dieron una respuesta rotunda. Saturnino sí representaba una amenaza, y una ofensa, para la obtusa concepción de la vida sentimental de mi padre, para su orgullo masculino machista. Desataba todos sus temores, sacaba a la luz su personalidad subconsciente, desenmascaraba sus profundos prejuicios, sus complejos ocultos, le hacía sentir inferior, le revelaba sus carencias, su tosquedad, la oclusión de su sensibilidad sometida al rol adquirido de la masculinidad machista, que se sustentaba en la demostración de poder sobre los demás, especialmente sobre su mujer y sus hijos. Saturnino era una amenaza mortal para su dominación tradicional de pater familias, y también para su personalidad, una temida amenaza emocional», —concluyó, Rodrigo.
(Historias de la calle Córcega)
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