Don Matías se sentó, como cada tarde, en la banca de la plaza frente a su casa. El sol de abril caía con una dulzura tibia, y el canto de los gorriones llenaba el aire como un murmullo de los días que aún no terminaban. Su hijo, Manuel, lo acompañaba con una taza de café en la mano y el celular en la otra, leyendo fragmentos de noticias entre sorbos distraídos.
—Dicen que el deshielo del Ártico está acelerando el aumento del nivel del mar. Que en cincuenta años muchas ciudades costeras desaparecerán —comentó Manuel, con el ceño fruncido.
Don Matías se limitó a encogerse de hombros.
—Eso ya no me va a tocar —respondió sin mirar a su hijo, con los ojos fijos en un punto invisible entre los árboles del parque.
Manuel lo miró en silencio. No era la primera vez que escuchaba esa frase. Tampoco era la primera vez que sentía cómo esas palabras, tan simples, le dejaban un vacío extraño en el pecho. Como si el futuro, ese que él sí alcanzaría, no tuviera el peso suficiente para importarle a quienes ya han vivido su porción de tiempo.
—¿Y no te duele pensar que le tocará a Emilio? —insistió, mencionando a su propio hijo, el nieto de Matías.
El viejo no respondió de inmediato. Acarició el bastón que reposaba sobre sus piernas, como si allí se escondiera la respuesta.
—Uno se cansa, Manuel. Ya viví guerras, gobiernos podridos, crisis, terremotos, pandemias… Ya no tengo fuerzas para preocuparme por lo que vendrá. Eso es trabajo de ustedes.
Pero Manuel no estaba satisfecho. Esa resignación le parecía peligrosa. Le dolía. Le pesaba.
Esa noche, ya en su casa, Manuel no pudo dormir. Pensaba en cómo muchas de las decisiones que marcan el destino de millones de personas son tomadas por hombres de edad avanzada. Pensaba en líderes de naciones con rostros surcados por el tiempo, anunciando ofensivas, sanciones, escudos de defensa nuclear… Hombres que, quizá, como su padre, pensaban: “Eso ya no me va a tocar”.
Y entonces imaginó un mundo no muy distinto al nuestro…
Era el año 2075. La Tierra estaba gobernada por el Consejo de los Últimos, un organismo conformado exclusivamente por personas mayores de 80 años. Se había creado bajo la idea de que los más viejos tenían la sabiduría necesaria para guiar al mundo sin pasiones juveniles, sin el impulso del ego. Pero la idea, aunque noble, se había distorsionado.
En la Cumbre de los Cielos, donde los líderes del Consejo se reunían, el tema del día era una nueva crisis climática. El continente del norte sufría sequías extremas y el sur se ahogaba entre lluvias interminables. Los científicos, desesperados, presentaban gráficas, simulaciones, advertencias.
—Si no se actúa ahora, en veinte años las cadenas de alimentos colapsarán —dijo la doctora Mira Santoro, una joven climatóloga.
El presidente del Consejo, un hombre de 92 años llamado Othman Delacroix, suspiró con pesadez.
—¿Veinte años? —preguntó, con una sonrisa que escondía desprecio—. ¿Y tú crees que alguno de nosotros seguirá aquí para entonces?
Algunos rieron. Otros asintieron. Uno incluso bostezó.
Mira apretó los puños.
—Pero hay niños naciendo hoy. Hay jóvenes que apenas comienzan. ¿No merecen ellos un planeta habitable?
Delacroix la miró con indiferencia.
—Lo siento, hija. Yo ya he enterrado a tres generaciones. ¿Quieres que me preocupe por la cuarta? He hecho mi parte. Que se las arreglen ellos.
Y así, una vez más, se decidió no hacer nada. Porque a ellos ya no les tocaba.
Manuel despertó bañado en sudor. El sueño le había parecido demasiado real. Se levantó y fue directo al escritorio. Escribió con furia, con pasión, con temor. Escribió sobre el olvido generacional, sobre la peligrosa desconexión entre la edad y la responsabilidad.
Al día siguiente, visitó de nuevo a su padre. Le llevó el relato.
—¿Puedo leértelo? —preguntó.
Don Matías asintió con una leve sonrisa.
Manuel leyó cada palabra. Su voz temblaba al principio, pero se fue fortaleciendo. Cuando terminó, hubo un largo silencio.
—Qué feo se oye cuando lo dices así —murmuró Don Matías, con la vista baja.
—Es que lo es, papá. A veces, cuando uno ya vivió mucho, olvida que sigue siendo parte de algo más grande. Que lo que se siembra hoy, otro lo cosechará mañana. Tú me enseñaste eso cuando plantabas árboles en el rancho, ¿te acuerdas?
El viejo sonrió. Sí, lo recordaba. Plantó encinos sabiendo que jamás disfrutaría su sombra.
—Tal vez tienes razón —dijo al fin—. Tal vez aún tengo algo que decir.
Ese día, Don Matías pidió que le enseñaran a usar el internet. Quiso leer más, saber más. No por él. Por Emilio. Por los que vendrían.
Y Manuel, al verlo teclear torpemente en la tablet, sintió que algo en el mundo cambiaba. No mucho. Pero lo suficiente para tener esperanza.
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