El viaje de Luis (o cómo sobrevivir a uno mismo)
Por El Conta
Enviado el 02/06/2025, clasificado en Reflexiones
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Luis había comprado su paquete de vacaciones con seis meses de anticipación. Era un sueño que venía posponiendo desde hacía años: cinco días en la playa, en un hotel todo incluido, con vuelos, traslados y hasta cocteles de bienvenida. Por fin se había decidido. Lo había comprado con tarjeta, en promoción, y durante semanas se sintió orgulloso de su previsión.
Pero ahora, a solo dos semanas del viaje, algo en su cabeza había empezado a hacer ruido. Al principio era apenas un zumbido. "¿Y si me enfermo allá? ¿Qué tal que como algo que me caiga mal? Camarones, por ejemplo, no me vaya a dar diarrea justo en la playa". El pensamiento se le metía por las noches como mosquito en cuarto cerrado. “Mejor no como nada raro”, se decía. “Llevo mis galletas Marías y agua embotellada”.
Después vino el tema del manejo. Iba a conducir hasta el aeropuerto, dejar el carro en una pensión y regresar del mismo modo. Pero… “¿Y si choco? ¿Y si un camión me arrolla en la carretera? ¿Y si quedo inválido antes de llegar siquiera al check-in del vuelo?”. Pensó en tomar taxi, luego en Uber, después en pedirle a su hermano que lo llevara. Pero su hermano tenía turno esa semana. “Todo por ahorrarme veinte pesos, ¿verdad?”, murmuraba cada noche, viendo el techo.
Entonces empezó el miedo por la casa. ¿Quién iba a cuidarla? ¿Y si se metían a robar? “No puedo dejarla sola cinco días. ¿Y si un gato se mete por la ventana y prende fuego a la estufa?” (no tenía gato, ni estufa eléctrica, pero su mente era experta en fabricar problemas de la nada). Puso doble candado en la reja. Luego pensó en comprar cámaras de seguridad. Llamó a su vecino para decirle que si escuchaba ruidos, llamara a la policía.
Y el miedo no paraba ahí. Una noche, mientras preparaba una lista de cosas por empacar, pensó: “¿Y si me muero en el viaje? ¿A quién le avisan? ¿Quién se encarga de mis cosas? ¿Qué fotos verán de mí cuando den la noticia?” Se fue a dormir con escalofríos, convencido de que lo iban a encontrar sin identificación, con un short ridículo y chanclas prestadas.
Empezó a revisar obsesivamente su maleta. “¿Me llevo los zapatos negros o los tenis?” pensaba. “Los tenis, pero no los nuevos, que me aprietan, pero tampoco los viejos, que se ven feos. ¿Y si no me dejan pasar por feo?”. Probó cada par de zapatos una noche diferente. Caminaba por la casa como si hiciera pasarela de moda para aerolínea.
Luego vino el tema del peso del equipaje. “La maleta no debe pesar más de 23 kilos. ¿Cuánto pesa mi cargador? ¿Y si me paso por 400 gramos y me hacen pagar mil pesos?”. Compró una báscula de mano. Pesó la maleta siete veces. Después sacó una toalla, la volvió a pesar. Sacó un pantalón, volvió a pesar. Así hasta que terminó empacando menos ropa de la necesaria. “Total, allá hay mar, con un traje de baño basta”, pensó, mientras metía suéter por si hacía frío.
Conforme se acercaba el día, Luis tenía más listas que un general en guerra. Lista de cosas por empacar, lista de cosas que revisar antes de salir, lista de números de emergencia, lista de preguntas existenciales. Su celular tenía alarmas con títulos como “revisar gas”, “cerrar ventana del baño” y “ver si los calcetines hacen juego”.
Sus amigos se burlaban con cariño. “Luis, ya relájate, solo vas a la playa, no al espacio”, le decían. Pero él no podía. Había leído una noticia en internet sobre un tipo que se enfermó por comer ceviche en Cancún. Otra sobre un vuelo que se retrasó 12 horas. Otra sobre una maleta extraviada en Bogotá. Luis no iba a Bogotá, pero igual lo sintió cerca.
La noche antes del viaje, no durmió. Se despertaba cada hora a revisar si el pasaporte seguía donde lo había guardado (aunque no lo necesitaba para un vuelo nacional). A las tres de la mañana, le dio por dejarle una nota a su vecina: “Si no regreso el lunes, llame a mi hermana. Tiene mi seguro social y sabe qué hacer”.
Al llegar al aeropuerto, lo recibió una calma inesperada. Había dormido poco, sí, pero ya estaba ahí. El cielo estaba despejado. El vuelo no tenía retrasos. Pasó por seguridad sin problema (aunque se le cayó la botella de shampoo y embarró a una señora). Ya sentado en la sala de espera, respiró hondo. Sacó su boleto, lo miró. Se sintió valiente.
Durante el vuelo, no pensó en la maleta, ni en la casa, ni en la muerte. Solo pidió una Coca y se quedó dormido mientras el avión sobrevolaba el mar.
En la playa, el primer día, se sentó en una tumbona y pidió ceviche. Le dio una mordida con los ojos cerrados. Estaba fresco. Estaba delicioso. Se rió para sí mismo. “Mira nomás”, pensó, “todo lo que sufrí para llegar aquí”.
Y mientras el sol le calentaba la cara, pensó que tal vez no necesitaba planearlo todo con tanto miedo. Que la vida no era un paquete todo incluido, y que a veces, lo mejor pasaba cuando uno se rendía al momento.
Luis regresó de su viaje con un poco de bronceado, varios recuerdos, y una lista nueva: “Próximo destino: sin tanta locura”.
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