LA MAQUETA

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                         LA MAQUETA 


Nicolás Marigó era un cliente del negocio de mi padre. Conducía un automóvil poco frecuente en las calles mediterráneas, un Volkswagen Karmann Ghia, de color hueso y techo negro de segunda mano.

Había sido marinero. Debía tener bastante más que la cincuentena, lucia en los brazos algún tatuaje (a la sazón poco habitual), un bigotito cuidado, de un estilo que seguramente mantenía desde fechas juveniles. Marigó tenía una conversación ágil e ingeniosa en la que se apreciaba una cultura y educación esmerada (y como suele suceder en casos de personas similares, salpicada de términos gruesos de tipo sexual, sin llegar a ser groseros), a pesar de las vicisitudes de su vida, de las que él no gustaba de hacer gala.

Había una peculiaridad admirable ven este hombre paciente y sabio. Tenía una afición muy particular, un hobby: hacia maquetas de barcos, que construía él mismo desde la base, confeccionando cada horquilla, cuerdas, velámenes, torniquetes, etcétera. Varilla a varilla, y hasta el menor detalle lo iba trabajando hábilmente, no eran maquetas prefabricadas, sino que él mismo cortaba, pulía, barnozaba y encolaba cada parte primorosament. En aquella época estaba construyendo una maqueta, un modelo de un  famoso galeón español y en varias ocasiones, muy espaciadas en el tiempo, lo trajo al despacho para que lo pudiéramos ver en sus diversas fases de construcción. Esto lo hacía sin mostrar orgullo ninguno, sin rastro de presunción; con la naturalidad de quien ama aquello que hace y, de alguna forma, constituye una manifestación de su propio ser.

Solía venir a menudo por el despacho, trayendo de la mano a su pequeño hijo, al que llamaba Pepito, un chavalín simpático y tranquilo. Pasaba algunas horas allí, con intermitentes salidas a los bares cercanos con mi padre y mi hermano.

Este hombre de imagen ligeramente quijotesca desprendía una humanidad profunda, que posiblemente había tenido su origen en las muchas experiencias (duras, sin lugar a dudas) que su trayectoria vital le había separado, era un personaje del que se podría haber novelado. Estaba casado con Marisa, una mujer venezolana (en aquellas fechas también esto constituía una nota llamativa) joven, de exóticos y gruesos labios caribeños, rotunda de carnes, con una sonrisa abierta, fresca y franca, y muy atractiva. La diferencia de edad le otorgaba a Marigó un aire de dandy; también su innegable atractivo físico a pesar de la edad. Cuando Marisa te miraba intuias una mente inteligente y profunda; llegaba a rincones inhóspitos de tu alma; te evaluaba y colocaba en algún rango de la tipología humana.

Yo, tímido y reservado, había observado en múltiples ocasiones, que cuando Marisa llegaba para unirse a su compañero y su pequeñín en el local de mi padre, los dos se fundían en un hermoso beso poco corriente en otros matrimonios. Mi introspección me había facultado en la adolescencia para captar más allá de los hechos evidentes, asimilando situaciones y circunstancias, absorbiendo ambientes y auras que emanaban de los comportamientos de las personas. No había nada de místico en ello: cada ser humano irradia su esencia interior, que podemos sentir en nuestra espíritu si somos capaces de despojarnos de prejuicios e intereses sepultados en nosotros mismos. Entre esos prejuicios y venenos ocupa un lugar destacado la envidia hacia quienes poseen algo que uno no tiene y no puede comprar, hacia quienes admiramos sin poder admitirlo,por todos los seres valientes que no se dejan atrapar por los mojos, las telarañas y las heces de una sociedad hipócrita y maledicente, que trata de uniformar a todas y a todos en un modelo de conducta rígida que reproduzva los valores adecuados al régimen de producción.

Una tarde, cuando Marisa y Marigó, con su hijito, dieron por concluida su visita, mi padre le comentó a mi hermano, con una malevolencia hiriente: «Éste es su proxeneta".



                       (Historias de la calle Córcega)






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