Otto el basurero, la otra historia

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Dicen que "Otto el basurero" no existía. Que era solo una frase hecha, una forma elegante de decir "alguien se encargará de esto". Una excusa para seguir caminando cuando el piso está lleno de sangre, botellas rotas o errores humanos.

Pero en el Distrito 14, existió uno.
No el Otto de las películas. No el tipo con traje y acento refinado.

Carmelo “Melo” Barragán era un hombre del montón, de esos que pasan por la vida como un papel arrastrado por el viento, sin que nadie se detenga a leer lo que lleva escrito. Ex boxeador amateur, ex encargado de un taller mecánico, ex marido, ex padre presente. El único título que conservaba con cierto orgullo era el de basurero nocturno en el Distrito 14 de Los Ángeles.

Dormía de día en una caravana achicharrada por el sol, detrás de una lavandería donde las lavadoras parecían toser más que limpiar. Su único compañero constante era Cholo, un chihuahua con un solo colmillo, tres pulgas residentes y una mirada que decía “aquí seguimos, cabrón”.

Cada noche, Melo recorría el vecindario como un espectro fosforescente. Su camión era el único que avanzaba lento entre calles donde el tiempo parecía haberse rendido.

La ruta de Melo era casi un peregrinaje: Mariposa Ave, Clinton Street, Vista Verde. Cada calle tenía su propia fauna de la noche: Willy el Tuerto, exboxeador callejero, vendía cigarrillos sueltos envueltos en papel de Biblia y juraba haber sido sparring de Mike Tyson, Tía Marcia, que dormía sobre cartones y decía ser la voz perdida de Motown, cantaba himnos gospel mientras recogía colillas; El Pastor Ramírez, profeta urbano que predicaba desde un contenedor con un megáfono. Su dogma mezclaba el Apocalipsis con descuentos de Black Friday.

Con todos ellos, Melo tenía una relación de esos silencios compartidos que solo entienden los que han tocado fondo y aún no han pisado tierra firme.

En el barrio, Melo era invisible pero querido. Un tipo que dejaba comida en la esquina donde dormía Marcia, o que escondía cigarros para Willy debajo de los postes.

Melo no siempre fue basura en movimiento.

Hace diez años, tenía una familia, una casa alquilada, y un sueño modesto: abrir un taller propio. Pero una pelea mal dada en una cantina, una denuncia por agresión (aunque él solo intentó defenderse), y una jodida noche en que su mujer le dijo que ya no podía más… lo dejaron al margen del juego.

La basura no juzga. La basura no pide explicaciones. La basura simplemente espera ser recogida, y Melo se sintió cómodo ahí.

Esa noche, el vecindario estaba extrañamente silencioso. Algo había pasado. Tito, su compañero, murmuraba algo sobre un coche ensangrentado, un "lío de mafiosos", y una casa con olor a cloro y miedo.

En Vista Verde, frente a una casita blanca con jardín sin podar, Melo vio una bolsa de traje de alta gama sobre la acera.
Instinto basurero. La abrió.

Un Armani gris, aún tibio de cuerpo. En la solapa, enganchado con un alfiler oxidado:
un boleto de carreras.

Caballo: Bloody Moonshine
Carrera: Séptima del día
Monto: $5
Ganancia potencial: $325

Melo sonrió con cinismo.

-Otro pobre idiota que apostó al diablo y no lo contó.

Guardó el boleto por inercia. No por esperanza. Los basureros no creen en milagros. Solo en turnos y descanso.

Horas después, ya con el turno cumplido y el alma en piloto automático, Melo pasó por un kiosco. Un televisor viejo colgaba de la pared, sintonizando el canal hípico.

—“Y el ganador de la séptima, en un final de infarto… Bloody Moonshine, número 3, paga 65 a 1…”

Silencio.Sudor.Mano al bolsillo.
El boleto. El maldito boleto.

Melo salió corriendo como si lo persiguiera el KGB, el karma y todos los chihuahuas del barrio.
Corrió con el uniforme sucio, los zapatos gastados, y una luz nueva en los ojos.

—¡Cholo, nos vamos de aquí, carajo! —gritó al llegar a su caravana.

El perro ladró. O al menos se lo imaginó.

Días después, Melo apareció en la taquería “El Güero” con una sonrisa de otro mundo y billetes nuevos. Invitó a todos. Hasta al Pastor Ramírez, que esa vez bendijo la salsa verde como “milagrosa”.

Willy el Tuerto alzó su lata y dijo:

—Mira tú… el basurero que recogió el boleto del cielo.

Tía Marcia sonrió y entonó una versión borracha de “Ain’t No Sunshine”.
Melo no dijo nada.

Porque algunos hombres solo necesitan una noche de mierda, un barrio que huele a olvido, y un boleto en la solapa de un muerto para empezar de nuevo.

 


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