Sergio El hipocondriaco

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En la oficina todos conocían a Sergio como “el hipocondriaco”. Tenía fama de inventarse dolencias, de exagerar síntomas y de ausentarse por enfermedades que nadie más parecía ver. Desde hacía años, Sergio tenía una excusa distinta para faltar al trabajo: que si la mano izquierda le dolía y no podía escribir, que si el estómago lo tenía “hecho trizas”, o que una pierna no le respondía. Era una constante. Llegaba con su hoja de incapacidad médica, se la entregaba a Recursos Humanos y desaparecía por días.

—¿Ahora qué te duele, Sergio? —le preguntaba siempre Lucía, su compañera de cubículo—. ¿La oreja o el orgullo?

—No te burles, Lucía. Esta vez es serio —decía él, mientras se sobaba alguna parte del cuerpo con exageración.

Lucía solía rodar los ojos y soltar un suspiro de fastidio.

—Tú muy chistoso, vas al hospital para que te incapaciten y me dejas todo el trabajo a mí —le soltaba, sin filtros.

Él apenas sonreía, algo vencido. No era querido en la oficina. Tal vez era buena persona, pero nadie tenía paciencia con él. Todos creían que fingía. Incluso el jefe alguna vez dijo, en tono de broma: “Sergio va al hospital más que los doctores”.

Una tarde cualquiera, Sergio regresó con otra hoja de incapacidad. Esta vez traía una bolsa llena de medicamentos.

—¿Ahora qué traes? —preguntó Lucía, cansada.

—Me duele el corazón.

—Ay, ya Sergio… ¿Y no será el alma?

—No, en serio. El doctor me dijo que me hiciera unos estudios: electrocardiogramas, una prueba de esfuerzo, análisis de sangre. Me recetaron muchas cosas —dijo, mostrando los papeles.

—¡Bah! Lo que tú quieres es seguir sin trabajar. ¿Qué sigue? ¿Que te van a operar?

Sergio no dijo nada. Solo se guardó los papeles, bajó la mirada y se marchó. Pidió una nueva incapacidad de siete días. Según él, necesitaba descanso absoluto.

Pasaron tres días y, como tantas otras veces, los compañeros de oficina se olvidaron de él. Lucía trabajaba el doble, se quejaba, pero en el fondo ya estaba acostumbrada. Las bromas no faltaban:

—¿Ya se murió Sergio? —decía uno.

—¡Ni Dios lo quiera! Aunque con tantas pastillas, algo raro sí ha de tener —bromeaba otro.

Pero esa mañana, algo cambió. Sergio y su esposa, Patricia, habían salido temprano a desayunar tacos. Era un pequeño gusto que él se daba cada vez que estaba incapacitado. “Hay que aprovechar que no estoy trabajando”, solía decir. Patricia, aunque cansada de sus achaques, lo acompañaba por cariño y costumbre. Era una mujer sencilla, paciente y fuerte.

Después de comer, cuando ya se dirigían de regreso a la camioneta, Patricia exclamó:

—¡Ay, olvidé mi celular en la mesa del restaurant!

—Ve por él, yo te espero aquí —respondió Sergio, acomodándose en el asiento del copiloto de su camioneta.

Pasaron apenas unos minutos. Cuando Patricia regresó con el celular en la mano, notó algo extraño. Sergio estaba inmóvil, con la cabeza ladeada hacia la ventana y los ojos cerrados. Al principio pensó que estaba dormido, pero algo no cuadraba. Lo llamó por su nombre, le tocó el brazo, y no respondió.

El grito se escuchó hasta la esquina.

La noticia corrió como pólvora. “Sergio murió en la camioneta, esperando a su esposa”, decían los mensajes en los grupos de WhatsApp del trabajo. Nadie podía creerlo. O más bien, no querían creerlo. El mismo hombre que se quejaba por todo, que decían que exageraba, que usaba su “dolor” como pretexto para no trabajar… había muerto de verdad.

Lucía fue la primera en recibir la noticia. La leyó en silencio y se quedó paralizada. El teléfono le temblaba en las manos.

—¿Qué pasó, Lucía? —le preguntó su jefe al verla pálida.

—Sergio… sí estaba enfermo. Murió esta mañana. Le dolía el corazón.

El silencio cayó como un manto en la oficina. Todos recordaron sus quejas, sus dolores, sus visitas al hospital. Recordaron cómo se burlaban, cómo lo ignoraban, cómo nadie, absolutamente nadie, le creyó.

En los días que siguieron, los comentarios en voz baja llenaron la sala de descanso.

—Y nosotros que pensábamos que fingía…

—Pobre hombre, solo necesitaba que alguien lo escuchara.

—¿Te acuerdas de la vez que dijo que no sentía el brazo izquierdo? Tal vez ya estaba empezando lo del corazón desde entonces…

Lucía fue al funeral. Llevó un ramo de flores blancas y se sentó en la parte de atrás. Patricia, con el rostro apagado por la tristeza, la reconoció y se le acercó después de la misa.

—Gracias por venir —le dijo, con voz cansada.

—Lo siento mucho. Nunca pensé… —Lucía no supo cómo terminar la frase. “Nunca pensé que fuera verdad” sonaba cruel. “Nunca pensé que moriría” sonaba vacío.

—Él siempre se sentía mal, pero nadie le creía. A veces yo también dudaba. Pero últimamente… —Patricia se quebró—. Esta vez sí era real. Lo decían sus ojos. Ya no se quejaba tanto, solo decía que estaba cansado. Que sentía una presión en el pecho. El doctor le recetó muchas cosas, pero no alcanzó a hacerse los estudios.

Lucía sintió un nudo en la garganta. Quiso pedir perdón, pero ya era tarde.

Desde entonces, en la oficina, el escritorio de Sergio quedó vacío por semanas. Nadie se atrevía a ocuparlo. Ya no se escuchaban bromas, ni quejas, ni suspiros por el “trabajo extra”. Solo un silencio incómodo cada vez que alguien mencionaba su nombre.

Un día, Lucía llevó una pequeña planta y la puso en su escritorio. Colocó una nota que decía: “Para Sergio. Perdón por no haberte creído.”

Y así, el hipocondriaco se convirtió en un recuerdo amargo. Una lección viva —y dolorosa— de que a veces, quien más se queja no está buscando atención… sino ayuda.


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