Escenas de los días escolares

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Estaba sentado frente a mí viejo amigo J.A. en L'Estevet, el estupendo restaurante del Raval barcelonés.


Íbamos recapitulando imágenes del pasado, los malos y los buenos momentos; diversos momentos de nuestro pasado, esos capítulos de nuestro desarrollo personal, aquello que los best sellers de auto-ayuda de variados charlatanes y terapeutas del oportunismo han dado en llamar "crecimiento".


A diferencia de mi amigo, yo había estudiado en un colegio religioso, un colegio regentado por curas en una buena extensión cercana al barrio de Sarrià. Ambos recordábamos escenas de los días escolares. Profesores y profesoras religiosos y seglares, y compañeros de los distintos niveles de estudios.


En un ejercicio de lo que podría ser un considerado como narcisismo inconsciente recapitulé situaciones vividas en los inicios de mi primera adolescencia, como la maestra de francés, que nos daba clase con una faldita muy corta y nos ponía música en francés, un profesor al que apodábamos "el bufa", por su costumbre de ir soplando a carrillos llenos por los pasillos y en medio de sus torturantes clases aburridas y plomizas; la maestra de lengua castellana, una mujer madura con un par de hijos, que se quedó embarazada en mitad del curso para sorpresa de todos nosotros; los "padres" Andrés y otros jóvenes vestidos con sotana, que se esforzaban en sacar adelante sus clases con paciencia e introduciendo una metodología moderna en un ambiente nada proclive a ello; el inteligente profesor C, que daba clases en la Universidad y cuyas clases de matemáticas constituían para mí el mayor de los arcanos laberínticos y cuyas fórmulas en la pizarra me parecían jeroglíficos egipcios...


J.A., por su parte me explicaba sus anécdotas escolares en su barrio en la avinguda Verge de Montserrat, de sus compañeros de clase, los métodos de estudio y sobre un amigo común, primo de un amigo de mi barrio en la avinguda de Madrid, que fue quien me presentó a J.A. Ambos habíamos perdido el contacto con X.T. hacia años, aunque de alguna forma él se había enterado de que le habían publicado un libro recientemente.


Como éramos muy críticos con el sistema de enseñanza, pasamos, ya en el postre, a referir episodios menos edificantes. Entonces yo me acordé de mi compañero E, que tenía también a sus dos hermanos, uno de ellos gemelo, en el colegio. Relaté un lamentable hecho que ha permanecido, sin ser un hecho aislado, tristemente, anclado en mi memoria, como uno de esos estigmas permanentes e inolvidables de mis años escolares. Un episodio de represión autoritaria imperdonable. 
Tanto E como yo y, especialmente C, cuyo padre era florista y tenía una parada en la célebre Rambla de las Flors, frente al Metcat de la Boqueria, antes de instalarse con una hermosa floristería y un gran aparador en la Travessera de les Corts, cerca del colegio; como decía, los tres éramos los más destacados alborotadores de la clase y sufríamos castigos y expulsiones al pasillo casi a diario. Una de las tediosas tardes de clase, cerca del verano y del fin del curso escolar, uno de nuestros sufridos profesores me envió directamente, sin pasar por el purgaorio  del pasillo, a "ver" al padre Batllori (he variado ligeramente el nombre) a su despacho, lo que significaba una mayor represalia por mis "fechorías" infantiles, siguiebdo los oasis de mi condiscípulo E. Naturalmente mis piernas flaquearon mientras salía del aula, recorría el pasillo y descendía por las escaleras hacia el "despacho". Cuando llegué al peldaño último, desde donde se veía por la ventana acristalada el interior del pequeño gabinete, mis ojos se aterraron con la escena que te iba lugar entre sus paredes.

El sacerdote, alto, de ojos azul claro, alopecia creciente tenía frente a él a mi compañero de travesuras rebeldes. Tenía las manos a la espalda y el "padre" abofeteaba violentamente sus mejillas, que se giraban hacia los lados consecutivamente. Los gritos del autoritario cura se escuchaban, si bien no se entendían, desde aquel patibulario último peldaños.

Con un nudo en la garganta me apresuré a regresar al aula. Fui recibido con una risa general de mis compañeros y una mirada inquisitiva del docente, que se quedó mirándome fijamente. «¿Ya has ido a ver al padre Batllori?», preguntó. «Sí», respondí. Los ojos del profesor esbozaron lo que a todas luces eran el lapso hasta mi aclaración. «Pero, estaba ocupado —esto lo pronuncié entrecomillado, en tono que, a pesar del miedo que me atenazaba, tenía algo de cómico y fue recibido por mis obedientes condiscípulos con otra oleada de risas— con E.; le estaba "reprendiendo"» añadí, está vez sin sombra de chascarrillo, porque la imagen de las mejillas enrojecidas de E. y la violencia de los bofetones del "padre" hicieron que me atragantase al terminar la frase.

El maestro, de estatura baja y rostro inconfundiblemente español, se recompuso la montura de sus gafas, tamborileó con sus dedos sobre la mesa desde la que estaba impartiendo la clase, aunque de pie y tras una pausa que se me hizo eterna, señaloy con el índice el pupitre doble que ocupaba al final de la clase y dijo con voz suave: «Siéntese».  
 
 

 
                      (Historias de la calle Córcega) 

 

 

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