Claudia tenía once años cuando su mundo se partió en dos. Su madre, entre lágrimas y rabia, le explicó que su padre, Homero Peña, tenía otra familia en un pueblo cercano a Monterrey. Esa noche fue la última vez que lo vio. Ni una llamada, ni una carta, ni una disculpa. Solo silencio.
Los años pasaron y Claudia aprendió a vivir con esa ausencia como quien se acostumbra a una cicatriz: duele al principio, luego se vuelve parte de uno. Creció, estudió, trabajó y formó su propia familia, pero el hueco que había dejado su padre jamás se llenó por completo.
Un día, recibió la noticia de que la tía Socorro, una hermana de su madre que vivía en el mismo pueblo donde había nacido su padre, había fallecido. Pese a que la relación con la tía no era muy cercana, Claudia decidió asistir al velorio por respeto y para acompañar a su madre, aunque en el fondo sentía una incomodidad que no lograba explicar.
El pueblo era caluroso y polvoriento. Al llegar, todo le parecía detenido en el tiempo: las calles empedradas, las fachadas descascaradas, el olor a pan dulce y tierra caliente. En la funeraria, mientras familiares y vecinos murmuraban recuerdos entre llantos y oraciones, una mujer mayor, que dijo llamarse doña Remedios, se le acercó.
—¿Tú eres hija de Homero Peña, verdad?
Claudia se tensó. No sabía si asentir o negarlo.
—Sí, soy Claudia —respondió con cautela.
La mujer bajó la voz y añadió:
—Tu papá está enterrado aquí, al fondo del panteón. Tiene un nicho con fotos. Deberías ir a verlo… aunque sea por curiosidad.
Claudia no contestó. Sintió que el corazón le daba un vuelco. ¿Su padre muerto? ¿Allí, a pocos metros? ¿Y nadie se lo había dicho? Durante el sepelio de su tía, no podía dejar de pensar en esas palabras. La idea de visitar esa tumba se volvió una especie de imán oscuro. No era amor lo que sentía, era algo más confuso: una mezcla de coraje, duda y esa eterna pregunta sin respuesta: ¿por qué me abandonó?
Al terminar la ceremonia, se dirigió al fondo del panteón, entre tumbas viejas y maleza. El calor era sofocante, el aire denso. Finalmente, encontró el nicho. El nombre estaba ahí, grabado en letras metálicas: Homero Peña Rodríguez, 1965 - 2012.
No supo qué sentir. Frente a ella, el rostro de su padre aparecía en una fotografía protegida por un vidrio. Estaba más viejo que en su recuerdo, pero era él. También había otra foto, de una mujer desconocida y unos niños. ¿Sería esa su otra familia?
Sacó su teléfono y tomó algunas fotos para mostrárselas a su madre. Mientras observaba en silencio, su prima Valeria, que también había viajado al pueblo, se le acercó.
—¿Qué ves tan seria? —le preguntó.
—Dicen que aquí está enterrado mi papá —dijo Claudia, mostrándole las fotos—. Ven, te llevo.
Ambas caminaron entre las lápidas bajo un sol abrasador. Al llegar al nicho, Valeria frunció el ceño.
—¿Qué raro, no? —dijo señalando el vidrio—. Está todo empañado… y no llueve ni hace frío.
Claudia lo notó también. El cristal estaba completamente cubierto de vaho, como si alguien hubiera exhalado desde dentro.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Ni muerto me quiere ver —susurró con tristeza—. Qué mal padre fue...
Valeria intentó decir algo, pero se quedó en silencio. A veces, el dolor no necesita respuestas, solo testigos.
Claudia se quedó allí un momento más. No lloró, no rezó. Solo miró la tumba empañada. Su padre, Homero Peña, había muerto sin despedirse, sin buscarla, sin dar la cara. Tal vez había amado más a la otra familia. Tal vez se arrepintió. O tal vez simplemente siguió con su vida sin mirar atrás.
No lo sabría nunca.
De regreso en casa, Claudia le mostró las fotos a su madre. Ella las miró en silencio, como si las imágenes hablaran en un idioma que solo ella entendía.
—Sí, es él —dijo al fin—. Siempre supe que había muerto… pero no quise decirte. Pensé que no hacía falta cargar con más dolor.
Claudia no respondió. En el fondo, entendía. A veces el silencio es la única forma de protegerse.
Esa noche, Claudia soñó con su padre. No era un sueño claro, más bien una sensación: una figura a lo lejos, tras un vidrio empañado. No hablaba, no se acercaba. Solo estaba allí. Y aunque despertó con una lágrima en la mejilla, por primera vez no sintió rabia. Sintió… paz.
No perdonó del todo. Pero al menos, había cerrado una puerta.
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