Los Colores del Miedo

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Nunca pensé que mi vida terminaría pintada con los colores de un partido político que siempre desprecié. A los veinte años, cuando llegué a Lima con una mochila ajada, una beca truncada y un corazón repleto de rabia por lo injusto que era el país, juré que jamás vendería mis ideales. Pero el hambre y el miedo hacen cosas extrañas con la dignidad.

La Primera Mentira

Comenzó como suelen comenzar estas historias: con un hombre. Julián tenía todo lo que yo nunca tendría. Heredero de una constructora con contratos estatales desde los noventa, su familia vivía entre San Isidro y Miami. Lo conocí en una exposición de arte en Barranco, a la que entré como parte del staff, sirviendo vino. Me pidió mi número con una sonrisa tibia y palabras dulces. Yo mentí desde el inicio: dije que era estudiante de comunicaciones en la de Lima, que venía de una familia de clase media de Arequipa, que había crecido rodeada de libros y viajes escolares al extranjero. Todo falso. Pero convincente.

Al principio fue como un sueño. Hoteles de playa en Máncora, brunches de domingo en Miraflores, regalos que jamás habría imaginado. Él hablaba de política con desdén, como quien repite lo que su familia cree. Me acuerdo cuando dijo con ligereza: “Fuerza Popular es lo único serio que queda en este país de rojos llorones.” Yo asentí, callé. Mi cuerpo protestaba por dentro, pero mi boca ya había aprendido a sonreír con los labios cerrados.

Las Galas del Horror

Me llevó por primera vez a un evento privado de recaudación de Fuerza Popular en una casa de playa en Asia. Nadie allí sabía mi nombre real. Me vestí de beige, de silencio, de obediencia. Las mujeres hablaban de “la amenaza comunista”, los hombres de “mantener el orden”. Aplaudí discursos que me revolvían el estómago. Me fotografiaron con candidatos que yo había insultado en Twitter años atrás. Borré todas mis redes.

—Tú encajas perfecto —me decía Julián—. Tienes presencia, educación, te ves… correcta.

Quise vomitar.

Infidelidades Silenciosas

No era tonta. Sabía que él no me era fiel. Lo descubrí por un mensaje mal cerrado en su iPad: “¿Me visitas después de la reunión con los del partido?” La mujer tenía nombre y apellido. Su padre era un excongresista.

Lo enfrenté con calma. Él se rió, me acarició la cara.

—No seas dramática. Esto no es amor de pueblo, es sociedad. —Y luego, como si eso explicara todo—: A ti te quiero distinta.

Yo también empecé a mentir con el cuerpo. Un periodista joven, anti-fujimorista como yo, me escuchó un día murmurar una crítica sutil durante un cóctel. Nos citamos “para conversar”. Terminamos enredados en sábanas prestadas, en una habitación de hostal lejos de todo lo que yo fingía ser. Él me preguntaba por qué seguía con Julián, y yo respondía que el amor era complicado. Nunca le confesé que ya no se trataba de amor, sino de miedo.

El Espejo y la Vergüenza

A veces me miro al espejo con el vestido blanco que usé en la gala del aniversario de Fuerza Popular. Me veo perfecta, impoluta, vacía. Me recuerdo marchando con mi madre años atrás, gritando “¡Nunca más dictadura!” y me doy asco. Ella cree que trabajo en una ONG internacional. Le envío dinero con remitentes falsos. Me agradece llorando por teléfono. Yo solo atino a colgar antes de que escuche la voz rota que no puedo controlar.

El Precio del Silencio

Un día, en plena cena con empresarios, uno de ellos dijo que las mujeres pobres son el cáncer del país, que hay que esterilizar sin pedir permiso, “como en los buenos tiempos”. Todos rieron. Yo también. Fue un reflejo. Una máscara. Sentí que una parte de mí moría con esa risa.

Esa noche, Julián me hizo el amor como si no hubiera pasado nada. Yo lo dejé. Pensando en el periodista. Pensando en mi madre. Pensando en mí misma, en todo lo que dejé atrás por un anillo, por un apellido, por un asiento en una mesa a la que nunca quise pertenecer.

La Jaula, esta vez sin Oro

Hoy vivo en un departamento en San Borja que él puso a mi nombre. Tengo una tarjeta sin límite, un armario lleno de ropa que no elegí y un itinerario de eventos políticos que detesto. No hay más amor. Solo cálculo.

A veces pienso en huir. Pero entonces recuerdo lo que cuesta volver a empezar sin nada. Lo que duele el hambre. Lo que pesa la pobreza. Y me quedo.

La ironía más cruel es que él tampoco es libre. También me espía, también me controla, también teme que lo abandone. Es un amor basado en el chantaje mutuo, en la necesidad, en la mentira compartida.

Y así seguimos. Dos prisioneros con las llaves colgando al cuello, sin atreverse a usarlas.


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