Gerardo y el Silencio Digital

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Gerardo tenía 63 años y un corazón grande, de esos que no caben en el pecho. Siempre fue de los que saludaban al vecino con una sonrisa y se detenía a platicar aunque solo fuera para hablar del clima. Era de los que preferían el apretón de manos, el café frente a frente, las miradas que decían más que las palabras. Sin embargo, su mundo había cambiado. Más que cambiar, se había ido desvaneciendo.

Primero fue la jubilación, luego la partida de su esposa, Clara, que un día simplemente dejó de querer estar. Se fue con una maleta y con años de cariño compartido, dejando una nota en la mesa del comedor que Gerardo aún guardaba como una reliquia amarga. Su hijo, ya casado, vivía en otra ciudad, ocupado en sus propios problemas. Y sus amigos, los pocos que quedaban, hablaban más por WhatsApp que en persona.

Gerardo, que siempre había pensado que los avances eran buenos, empezó a tener dudas. Tenía un teléfono inteligente. No porque le gustara, sino porque “ya todo se maneja por ahí”, como le decía su sobrino. Y era cierto. Ahí estaban las citas del doctor, las fotos de su nieto, los grupos familiares y los del club de jubilados, del que aún formaba parte… en teoría.

La mayoría de los días, Gerardo revisaba el teléfono esperando algún mensaje. A veces escribía en el grupo: “Buenos días a todos, que tengan un excelente miércoles”. Y el mensaje quedaba ahí, con las dos palomitas grises, sin respuesta. Luego alguien más escribía un chiste vulgar o una cadena de oración, y todos reaccionaban con emojis, risas o "amén".

—No entiendo —decía en voz baja, sentado en su sillón—. ¿Por qué a mí no?

Lo intentaba de nuevo. Mandaba una foto del amanecer desde su ventana, una que él mismo tomaba con cuidado, esperando compartir algo bonito. Pero de nuevo: silencio.

Una tarde, frustrado, mandó un audio. Su voz sonaba calma, pero se notaba que le dolía.

—Buenas tardes… no sé si alguien lo note, pero a veces escribo y nadie responde. No quiero molestar, solo... creo que sería bonito saludarnos. Perdón si estoy de más.

El audio tampoco tuvo respuesta.

Fue ahí cuando empezó a construir su teoría. Gerardo era lector de revistas viejas y artículos en internet que leía con lupa. Se convenció de que el problema no era él. Era el celular. El maldito celular con WhatsApp.

—Somos la primera generación —se decía—. La primera en toda la historia de la humanidad que ha tenido esto. No hay ejemplos, no sabemos cómo se hace. Los abuelos no nos dejaron instrucciones sobre cómo escribir un mensaje sin parecer intensos, ni cómo pedir cariño sin que te ignoren. No sabemos cómo ser humanos a través de un teclado.

Y tenía razón. A su manera, Gerardo había dado con algo profundo. El celular, más que acercarlo, lo aislaba. Las palabras escritas podían leerse con otro tono. Un “¿cómo estás?” podía parecer reclamo. Un “gracias por nada” podía ser ironía o amargura. Un “me siento solo” podía interpretarse como manipulación. No había reglas, no había pasado. Solo ensayo y error, y un océano de malentendidos.

Una vez, en otro grupo, uno llamado "Familia Peña", donde estaban primos, tíos y sobrinos, Gerardo escribió:

—¿Alguien sabe si el tío Rubén ya salió del hospital?

Nadie contestó.

Pero unas horas después, su sobrina subió una selfie en la playa con el mensaje: “Por fin descanso merecido ????”.

Gerardo se levantó, apagó el celular y salió a caminar. El sol empezaba a esconderse y él necesitaba volver a lo básico: aire fresco, pasos firmes y el sonido de sus propios pensamientos. Caminó hasta la plaza donde de joven había llevado serenatas. Allí, en una banca, se sentó junto a un señor de su edad que leía el periódico.

—¿Le molesta si me siento? —preguntó Gerardo.

—Claro que no. Qué gusto ver a alguien que todavía habla —respondió el hombre, sonriendo.

Se llamaba Luis, viudo, ex profesor, y también odiaba los grupos de WhatsApp.

—Uno se vuelve invisible si no manda stickers —dijo entre risas.

Y entre risas se fue la tarde. Hablaron de todo: de política, de fútbol, de mujeres, del tiempo. Intercambiaron números, aunque a Gerardo le pareció casi irónico.

Al llegar a casa, sintió algo distinto. Como si el alma hubiera tomado aire.

Esa noche escribió en su libreta:

"No estamos hechos para vivir a través de pantallas. No del todo. La tecnología no es el problema. El problema es que no sabemos usarla para el alma. Y el alma necesita ser vista, escuchada, abrazada."

Desde entonces, dejó de pelearse con el celular. Aceptó que algunos grupos eran ruido. Que no todos sabrían leer su corazón a través de un mensaje. Pero también entendió que en ese mundo nuevo podía elegir con quién conectar. Mantuvo sus caminatas. Empezó a frecuentar una cafetería donde algunos viejos amigos aún charlaban sin filtros ni emojis.

Y cuando su nieto le mandaba un mensaje —“Te quiero, abuelo”— él respondía con una nota de voz larga, cálida, con su tono pausado de siempre. Porque si el mundo iba a ser así, al menos él intentaría usarlo con verdad.

Gerardo no volvió a mandar cadenas, ni buenos días genéricos. Pero cada tanto, escribía algo como:

"Hoy el cielo amaneció naranja. Me acordé de cuando íbamos de pesca, hijo. Ojalá un día lo repitamos."

Y a veces, no siempre, su hijo respondía:

"Yo también me acuerdo. Pronto, papá. Pronto."


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