En lo oscuro

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Soy la imagen del fracaso. Llevo la pena sobre mi espalda, detrás. La carga más pesada. Ando despacio sin rumbo y sin plan, sonámbulo, por las calles atestadas de gente absurda y cosas absurdas. Los párpados me pesan quilos y ya ni siquiera miro. De estación en estación, de calle en calle, me muevo al azar por la ciudad, como una partícula infinitesimal en el espacio infinito. Nadie pregunta por lo absurdo de mi empresa, nadie me oye. No me ven, no me percibe nadie. El tiempo ya no pasa linealmente, ha perdido toda coherencia y rigor. La hora es lo de menos. El sol me calienta la cabeza, y la espalda. No puedo pensar, estoy sudando, pero da igual. Lo importante no es pensar. Lo importante es, ahora mismo, nada. Absolutamente nada. El camino se hace estrecho, luego ancho. Semáforos, autobuses, gente y calor. Una triste melodía.

Me paro a descansar en un banco, en un parque absurdo. Se me acerca una niña de unos 9 o 10 años. Parece preocupada y se dispone a hablarme, con vergüenza. "Se... señor, ¿ha visto a mi perro?... no lo encuentro y... mi perro". Parece que va a romper a llorar. Me quedo mirándola, con la mente en blanco. Pasan unos segundos, como pasan las horas y los días, sin ningún sentido. "Mi perro...". Levanto la vista. Ante mi se encuentra un rostro con vida, triste pero feliz. "No lo he visto. Tu perro". Se marcha lentamente. 

Vuelvo a encontrarme caminando, otra vez. He llegado a cierto punto del día, cuando me cuesta cada vez más olvidar. Y entonces empiezo a recordar. Cuando no tienes nada que hacer durante mucho tiempo empiezan a aparecer los fantasmas. Y los miedos. Entro por un callejón, en el barrio antiguo. Pienso en la universidad, en el tiempo que hace que no voy a las clases. ¿Habrán empezado los exámenes? Luego pienso en los compañeros, en los viajes en tren y finalmente en ella. Es irremediable. Ya he caído y ahora no puedo dejar de pensar en ella. Recuerdo ir a buscarla a casa de sus padres, en el pueblo, al lado de la estación. Recuerdo aquellas mañanas de domingo estirados en la cama hasta la hora de comer. Despiertos, abrazados. Y oír el tren por la ventana cada vez que pasaba, como una estampida en las pequeñas habitaciones de la casa.

Recuerdo todas esas imágenes bañadas en luz, como una película antigua, en un tiempo sin preocupaciones. Ella era una chica muy triste y hablaba poco. Había estado muy enferma y a veces padecía ataques de dolor. Una tarde, tumbados en la cama, después de hacer el amor le pregunté si era feliz. "No lo creo", me respondió. Tras un agradable y largo silencio continuó: "no soy feliz". "Pero estamos juntos y no vivimos mal, tenemos dinero suficiente y disfrutamos con lo que hacemos". Ella contestó: "pero no soy feliz. Siento que haga lo que haga nunca voy a ser feliz. No hay un por qué. Simplemente soy desgraciada". Volvimos a callar los dos. Ella miraba por la ventana las vías del tren, como mirando el mar, inmensamente triste. Pasó un tren. "Supongo que ser desgraciado no está tan mal. Eres diferente y ya está" Esbozó una pequeña sonrisa melancólica. 

Cuando sus padres se marcharon a vivir cerca del mar me instalé en su casa. Por la mañana iba a la universidad y por la tarde trabajaba en la tienda de comestibles de mi tío. Ella salía a pasear y recibía dinero suficiente de sus padres. Allí pasábamos todo el tiempo en la cama, o salíamos a pasear junto las vías del tren. Estar juntos era suficiente para nosotros. Su enfermedad había remitido completamente y ya no sufría ataques de dolor de cabeza. 

 Un día, al llegar del trabajo, la encontré llorando en la cocina. Era una tarde de invierno, ya era oscuro. Todas las luces de la casa estaban apagadas menos el fluorescente blanco de la cocina. Ella estaba sentada en una silla. Parecía que llevaba horas sentada. Al llegar me miró y me dijo: "¿no te parece que la vida es insoportable?". En ese momento una lágrima resbaló por mi cara. Aquella noche fuimos a pasear al borde de la vía del tren.

 Al día siguiente ella se suicidó. Se tomó todos los calmantes para el dolor y cuando llegué a la casa me la encontré ya muerta en nuestra cama. Fue un duro golpe para mí, como un hachazo en el vientre o como una patada en la cara. Yo la quería. Y todo había acabado entonces. Para siempre. 

Ahora estoy acabado. Tropiezo con una mujer que me dice algo. Sigo caminando, ese es mi sino, mi único papel en esta función. Soy el que camina para no pensar, para olvidar. Subo unas escaleras, atravieso un parque, cruzo una calle y bajo a una estación de tren. Mi existencia es totalmente irrelevante. Me voy a tirar a la vía cuando llegue el próximo tren. Tendré valor. Se trata de un simple salto al vacio en el momento adecuado. Un salto al vacío, unas milésimas de sufrimiento físico absoluto y luego la nada. Eso anhelo. Al tercer tren que pase me tiraré. Pasa el primero. La gente baja y la gente sube. Son la misma gente, los que bajan que los que suben, son los mismos. Todos oscuros, sombras negras sin ninguna función más que estar allí para pasar. Pasa el segundo. Se reirán de mí, me ridiculizarán. Pero yo no estaré para humillarme. Sube y baja más gente. Es absurdo. Se acerca el tercero. Me dispongo a saltar, me acerco a la vía. Ya oigo el ruido, está cerca, el final. Cierro los ojos y pasa el tren. Cuando los abro veo una luz. 

En el otro andén está la niña del parque, la del perro. Está sentada al lado de una mujer, de su madre. Está llorando. El perro no está.  De repente todo tiene sentido. He llegado al fondo de todo, al lugar más oscuro y remoto y esa niña me ha salvado. El amor es lo que importa. El amor en su esencia más pura, sencillo. No importa ya lo que haga en el futuro. Siempre podré agarrarme a ese clavo del pasado, a ese amor que viví, a los recuerdos. Y a ella nunca la perderé. Siempre será mía, sólo mía. Sin envejecer, sin crecer, exactamente tal y como la recuerdo. Siempre permanecerá la inocencia. En cuanto a esa niña, buscaré su perro y por Dios que lo voy a encontrar.


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