Tomeu, junto a la cerca, vio cómo se subió al caballo. Lo hizo con conocimiento, eso dijo Tomeu: con saber cómo, con tanta suavidad como si el caballo la conociera. El caballo no se espantó, ni hizo nada para rechazarla. Tomeu miraba y se quedó sin palabras. Pero ella buscó sus ojos verdes: los ojos verdes de ella se instalaron un par de segundos eternos en los ojos verdes de él.
El tiempo se estaba acabando. Eneko lo sabía ya; Tomeu pensaba que el tiempo iba a ser ya eterno: estaba construyendo un paraíso (un paraíso no estrecho, un binomio de túes y yoes, falta el oxígeno, Tomeu, le hubiera dicho ella de saberlo; quiero decir de saberlo como él lo pensaba. ¡Cuanta razón tenía Bryce Echenique «fuimos mejores por carta»!) porque ella lo hechizó desde la ventana del piso superior de la casona, su dormitorio separado del de Txoko. Se había consumido en la guerra de tantas batallas por ella, él, tan poca cosa, y su mirada, de Eneko, intensa, absorbente.
Cabalgaba el caballo despacio sin forzar el paso, como ella lo hacía todo, igual que hacia el amor, dejando que las nubes pasaran y la luz se alargase hasta llenar la habitación de sombras huidizas. Pero ella sabía hacerle el amor a él de otra forma, es decir, era pura, se tocaba delante de él, completamente desnuda, con su vello respirando placeres, ok orbitando entre los labios gruesos y su boca moviéndose en lujurias que él aprendió a gozar. Pero era un amor distinto. Él aprendió, pero no fue suficiente, porque ella (ahí sigue, el caballo familiar pasea como lo haría en una feria, del ronzal, indiferente, pérdidas ya las esperanzas de otra cosa que no fuera dejar pasar las horas y los días, una estación tras otra.
Ahora él, es decir, Tomeu, quisiera (vengativo, dolido, después de veinte años -¿todavía, Tomeu?-) imaginarla allí, sobre el caballo caoba, cuatralbo, con aquellos ojos femeninos, imaginábala desnuda, sus pechos blancos, grandes, con las coronas oscuras de ella, gemelas dignas, cuidadas, con las marcas sagradas -los cuatro puntos cardinales- sobre el bajo vientre, con su manto negro y brillante ocultando la semilla placentera, rizando empeño áspero del caballo, sintiendo como ella sentía, abierta, sonora, repetitiva.
Pero ya el tiempo (no sé vivir así, Tomeu, necesito vivir enamorada todo el tiempo -y chasquea los labios, ese recuerdo de sus labios carnosos, que besaban dulcemente, desaprovechados, chasqueando que le tortura ahora, cuando es él quien espontáneamente sin referencia hace lo mismo en su ataúd de amor-sin-sexo-sexo-sin-lujuria (a veces podría volverse loco)-, ¿no lo entiendes? Era una petición desesperada, podría hacer sido la última oportunidad, porque quizá, quizá, se dice Tomeu, ella me amaba, ¡ay!, y yo no supe...
Tomeu está lejos, expatriado, exiliado, confinado, porque se autocondenó y ahora su corazón se convirtió en piedra pómez.
Pero ella, y el caballo, y aquel trozo de terreno en Asturias, y la larga tarde inacabable de agosto siguen regresando a los enlaces neuronales recuperados, porque todo el tiempo se había acabado para Eneko y él, Tomeu... ¡no acertó a entender la mirada de amor que le rogó volver a ser como fueron: «mejores por carta»!.
(Historias de la calle Córcega)
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