LOS TRES MONOS (1)
En medio de un clima de jolgorio absoluto, Pedro condujo a sus amigotes del camping de Gavá, acompañados de sus respectivas cohortes de esposas e hijos, al gran edificio de los almacenes más conocidos del centro de Barcelona anteriores al coloso de rótulo verde y aroma británico, que se convirtió en el verdugo de los demás almacenes en una década.
Era domingo y el edificio estaba cerrado. Se encontraba en obras por remodelación y Pedro, mi padre, tenía las llaves con las cuales el tropel de obreros reiniciarían su trabajo destructor al día siguiente. Pero hoy el ser presuntuoso, orgulloso de destacar sobre la grisedad de los otros amigos campistas, barrigudos jugadores vacacionales de petanca, con bolas de plástico de colores chabacanos, rellenas de arena (no como las muy envidiadas esferas plateadas de los turistas europeos).
Las polvorientas plantas del almacén de la Ronda Sant Antoni, que presumía de ser el más barato, se llenaron de risas y voces grotescas, con aceleradas carreras, en un saqueo que recordaba a las orgías de los ejercitos bárbaros en una ciudad conquistada.
Los niños correteábamos, apropiándonos de codiciadas espadas, cascos y yelmos de plástico con las que emprendimos una guerra infantil, vástaga del comportamiento mercenario de los tutores que, por su parte, en una alocada y descontrolada desbandada, abrían cajones y armarios, apoderándose de ropas y perfumes, objetos de decoración, abalorios y bisutería.
Poco interesado y rápidamente aburrido por las batallas romanas de plástico, mi mirada infantil se iluminó repentinamente ante aquella muestra caótica de rapacidad adulta. Observaba cómo mi madre y sus amigas, mi padre y aquellos hombres-sombra, hombres-eco, correctísimos adultos casados y "padres de familia" aparecían ante mí como otros seres inmaduros, presa de la pasión de poseer, de arrebatar a los demás la imposible cantidad de cosas que nunca podrían sacar de allí, al no poseer más que dos manos y dos piernas, y ser una hora avanzada de la noche de estío. Los brazos cargaban revueltas prendas; las manos, entre los dedos como tentáculos de pulpos, brillaban frascos, collares, pulseras...
Al niño introvertido y tímido que era yo, los únicos bienes materiales que de verdad le seducían eran aquellos cientos de libros con olor a humedad que descansaban callados, pero llenos de mundos nuevos, exóticos, desconocidos y atrayentes; mundos de fantasías e imaginación; principalmente muchas novelas para adultos. Limitado como estaba yo también por mi constitución humana, me apoderé de lo que nadie quería y mi padre me lo reprochó amargamente. En mis brazos Fabiola, El cosmopolita, Mamba, y algún otro título que el tiempo ha borrado, viajaron ascensor abajo del almacén que presumía de ser el más barato de Barcelona, con destino a la roulotte de mis padres, antes de convertirse en el alimento espiritual que formó ladrillos del edificio mental que se iba construyendo en mis células grises.
Aquellos libros llevaban adherido con goma arábiga un sello, de color azul oscuro, que decía que eran propiedad del club de lectura de los almacenes, y generaron después en mí muchos momentos de remordimiento y culpa... que, como todos los simios del género homo sapiens terminé por difuminar justificando, en aras del conocimiento intelectual y merced al aval del comportamiento de aquellas madres y padres, dominados por una fiebre de apropiación que hoy me parece, sencillamente, más infantil que la batalla de los pequeños imitadores de los héroes clásicos y sus espadas de plástico, en una noche de bochorno veraniego mediterráneo.
Ahora que estoy terminando este pequeño relato, absolutamente verídico, me doy cuenta de que el motivo y razón del título no aparece por ningun lado, por lo cual me emplazo y a las posibles lectoras y lectores a una segunda parte.
(Historias de la calle Córcega)
(para M. G.)
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