LA PAUSA EN EL DUERO
Estaba leyendo anoche, Amelia, y repentinamente, por alguna corriente del subconsciente, una sensación placentera y parecida a la que los niños sienten en su alborozo ingenuo me sentí invadido por una oleada de alegría pura y festiva. Dejé el libro abierto, boca abajo, sobre el regazo y buceé en busca de la causa que la produjo.
¿Sabes qué fue..? Te acordarás de la excursión que hicimos a Zamora, cuando, cansados de caminar hicimos un alto junto al río, bajo el sólido puente. Tú, querida amiga, te quitaste las zapatillas y los calcetines. Tus pies estaban ligeramente hinchados, la piel enrojecida. Te sentaste en la hierba húmeda y yo a tu lado. Me mostraste la planta del pie izquierdo; tenías un par de ampollas producto de las rozaduras. Yo, ¿recuerdas?, cogí tu pie y lo llevé a mis labios, y te canté una cancioncilla infantil sanatoria. Tú bte echaste a reír y me reprendiste, «Deja, tonto. El pie está sudado y huele mal». Retiraste tu piececito y te pusiste muy colorada; luego te echaste a reír y escondiste la cara entre tus rodillas. Rompí a reír a carcajadas y bromeando te agarré suavemente la cabeza y alboroté tus cabellos y te levanté la cabeza. Tenías los ojos brillantes. Nos quedamos mirándonos unos eternos segundos. Las cigüeñas volaron lentas y pausadas y su imagen se reflejaba sobre la cristalina superficie del río, camino a la torre de una iglesia cercana. El tiempo, Amelia, pareció detenerse, como en los cuentos de fantasía.
Luego me pareció ver en tus ojos vidriosos la acuosidad de unas lágrimas retenidas en tus ojos. Confundido solté tus cabellos y una punzada indescifrable atravesó mi pecho.
En ese momento, Amelia, reviví aquellos momentos como si siguiéramos allí, tú y yo, los dos solos, y las cigüeñas, y los saúcos, y el chapoteo de alguna rana asustadiza, el sonido del agua circulando por el Duero. Entonces no supe qué decir o como reaccionar... Anoche sí lo supe; lo supe interpretar. Me invadió una torpe nostalgia mezclada del regocijo de recordar tan vivamente la escena. Comprendí lo que sentí.
¿Me permites que te pregunte qué sentiste tú.en esos momentos; qué impregnó tus ojos de aquellas lágrimas contenidas?
Después de dejarme flotar entre los recuerdos ya no pude volver a leer. Cerré el libro y me levanté y fui a mirar por la ventana. Empezaba a anochecer. Los matices rosados, los tonos azul oscuro cubrieron el horizonte, al otro lado de la carretera. El leve soplido del viento silbaba por los resquicios de las ventanas y sentí un escalofrío... pero no era de frío sino de una extraña alegría.
Querida amiga, espero tu carta. Te volveré a escribir en unos días.
(Cartas a Amelia)
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