01 Un amor de oficina
Por Enzo Fernandez
Enviado el 14/08/2025, clasificado en Amor / Románticos
35 visitas
Capítulo I - Nuevo Ingreso
En la empresa, las rutinas rara vez se rompían. Las mañanas eran predecibles: el sonido de las impresoras, el murmullo de teléfonos y conversaciones, y el ir y venir de los empleados entre las oficinas y la planta de producción. Andrés Fuentes, contador de la compañía desde hacía casi una década, vivía cómodo en esa previsibilidad. No le gustaban las sorpresas, y la mayor parte de sus días transcurrían con el mismo orden que sus hojas de cálculo.
Aquel martes, sin embargo, hubo un pequeño cambio. La empresa, dedicada a la fabricación de autopartes, necesitaba cubrir la vacante de recepcionista, y la encargada de Recursos Humanos había reducido la lista a dos aspirantes. El director general tenía previsto entrevistarlas, pero una reunión de último momento lo obligó a delegar parte del proceso. Fue entonces cuando Recursos Humanos pidió a Andrés que aplicara un breve examen de contabilidad.
Él aceptó sin entusiasmo. No le parecía del todo lógico que una recepcionista necesitara conocimientos contables, pero en la empresa las ordenes rara vez se cuestionaban. Preparó unas cuantas preguntas sencillas y esperó en la sala de juntas.
Las candidatas llegaron puntuales. La primera entró con paso seguro, como si conociera el lugar y supiera que tenía derecho a estar allí, fué directo a Andrés y lo saludó con un beso en la mejilla como si se conocieran de toda la vida. Alta, de porte elegante, con una mirada aguda que no se apartaba de la suya. Respondía rápido, con tono firme y una seguridad que rozaba la arrogancia. Sabía lo que decía y, cuando no, improvisaba con tal convicción que resultaba convincente.
La segunda candidata era muy distinta. Más baja de estatura, de complexión pequeña, cabello corto que apenas llegaba a sus hombros. Se saludaron de mano casi con desgano de ambas partes. Su ropa estaba limpia, pero no impecable: la blusa ligeramente arrugada en los codos y el peinado sencillo hablaban de una mañana apresurada. No evitaba la mirada de Andrés, pero tampoco la sostenía demasiado tiempo. Su voz, al responder, era suave y medida, como si probara cada palabra antes de dejarla salir.
El examen fue sencillo. La primera candidata lo resolvió con soltura; la segunda, con pausas y silencios que delataban inseguridad. Al final, Andrés no tuvo dudas: la más apta, en términos de conocimiento, era la primera. No tenía motivos ni interés en evaluar otra cosa que no fuera lo meramente contable. Entregó su opinión a la encargada de Recursos Humanos y se olvidó del asunto. De hecho, al final de las entrevistas ya no recordaba el nombre de ninguna de las candidatas, no era por falta de educación, simplemente lo vió como una tarea de último momento que tuvo que atender.
Pasaron dos semanas antes de que se enterara del resultado final. La elegida había sido la segunda. Una colega le explicó que la otra aspirante parecía demasiado dominante y que, para el puesto de recepcionista, se prefería a alguien más “amable” y fácil de manejar. Andrés no hizo más preguntas.
La presentación oficial de la nueva integrante fue breve. La llevaron a recorrer las oficinas y, en la sala de juntas, la encargada de Recursos Humanos anunció:
—Compañeros, les presento a Laura González, nuestra nueva recepcionista.
Ella sonrió, dejando ver un hoyuelo en la mejilla derecha. Saludó con un gesto de cabeza y continuó con el recorrido. Andrés apenas devolvió una sonrisa discreta. Tenía estados financieros pendientes y poco interés en la vida social de la oficina.
Durante los meses siguientes, sus interacciones fueron mínimas. Él la saludaba por cortesía cada mañana y, cuando necesitaba algún apoyo administrativo, lo solicitaba por correo electrónico. Sus mensajes eran breves, directos, sin adornos, casi telegramas. Ella respondía igual. No había motivo para más.
Todo siguió así hasta que a Laura le asignaron una tarea adicional: organizar los cumpleaños del personal. El protocolo era sencillo: reunir a todos en la sala de juntas, cantar “Las Mañanitas” y partir un pastel. Para la mayoría era un momento agradable; para Andrés, una formalidad prescindible. No solía asistir a los festejos de otros, y no por descortesía, sino porque evitaba las reuniones ruidosas siempre que podía. Pero en su propio cumpleaños no había escapatoria.
Aquel día entró en la sala de juntas y Laura lo recibió con una sonrisa amplia.
—Siéntese aquí, por favor —le indicó, señalando una silla al extremo de la mesa.
La sala ya estaba ocupada por varios compañeros que conversaban animadamente. El pastel, decorado con glaseado blanco y velas sin encender, ocupaba el centro de la mesa. Andrés tomó asiento, resignado a cumplir con el ritual y volver a su oficina.
Pero entonces, Laura se acercó por detrás y, sin previo aviso, le cubrió los ojos con una venda.
El corazón de Andrés dio un salto. No dijo nada; no quería interrumpir ni parecer un aguafiestas. Escuchó las risas y murmullos a su alrededor.
—Vamos a hacer una pequeña dinámica —anunció Laura, con un tono que mezclaba picardía y entusiasmo.
Algo rozó su cabeza.
—¿Qué es? —preguntó ella.
—Un peine —respondió él, seguro.
Luego colocó algo en sus manos.
—¿Qué es?
—Una libreta.
Por último, algo frío y de textura frágil tocó su mejilla. Andrés lo identificó mentalmente como un huevo, aunque no entendía el propósito.
—¿Qué es? —insistió ella dándose cuenta que él estaba dudando.
—Un huevo.
—¡Acertaste! —exclamó, y en ese justo instante sintió un golpe suave en la cabeza y un líquido escurriendo.
Las risas se multiplicaron en la sala. Andrés permaneció inmóvil, procesando lo ocurrido, no podía ser cierto lo que estaba ocurriendo. Cuando le retiraron la venda, vio un huevo intacto sobre la mesa. Lo que Laura había roto contra su cabeza era un pequeño hielo, ya casi derretido. El agua había corrido por su cabello como si fuera clara de huevo. Andrés había caído en la broma, su expresión lo delataba.
Sonrió por cortesía, aunque por dentro deseaba que todo terminara pronto.
El resto del festejo transcurrió entre rebanadas de pastel, felicitaciones y bromas. Todos parecían disfrutar la ocurrencia, felicitando a Laura por la “divertida” dinámica. Ella recogía los platos de cartón y vasos vacíos, y en un momento sus miradas se encontraron. No hubo palabras, pero en ese instante quedó claro que había notado su incomodidad.
No se disculpó. Tal vez porque entendió que hacerlo en público habría sido peor. Tal vez porque, como Andrés descubriría con el tiempo, nada en ella era casualidad.
Ese fue el primer momento entre ellos que se salió de lo estrictamente laboral. No fue íntimo ni mucho menos romántico, pero dejó una marca. Pequeña, apenas perceptible, como una nota al margen en un documento. Y a veces, las marcas más leves son las que más se recuerdan.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales