La ceremonia del té

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La casa estaba en silencio. Afuera, el jardín apenas se movía bajo la brisa, y el sol de la tarde dibujaba figuras líquidas en las paredes de papel.

Él llegó puntual, como siempre. Se quitó los zapatos en la entrada, se inclinó al cruzar el umbral, y caminó con pasos lentos hasta la mesa baja, donde ella ya lo esperaba. El kimono gris perla de ella contrastaba con el negro de su cabello recogido con precisión. No sonrió, pero sus ojos lo saludaron primero.

Todo estaba dispuesto: la tetera de hierro humeante, los cuencos de cerámica imperfecta, los dulces pequeños sobre una bandeja de bambú. El aire olía a jazmín y a algo más que no podía nombrarse.

Se sentaron frente a frente. El silencio no pesaba. Al contrario, parecía necesario.

Ella tomó la cuchara de bambú con una delicadeza que él conocía bien. El sonido del polvo de matcha cayendo en el cuenco fue sutil, como un secreto murmurado cerca del oído. Luego el agua caliente. Luego el batidor.

Cada gesto era lento. Medido. Un ritual antiguo donde lo importante no era la bebida, sino el modo en que el mundo se detenía para dar paso al detalle.

Él la miraba. Sus muñecas delgadas, la curva mínima de su cuello cuando se inclinaba, el roce imperceptible de su kimono al moverse. Ella no evitaba su mirada. Tampoco la sostenía. La dejaba entrar y salir como si supiera que cada pausa era parte de algo más grande.

Cuando ella le ofreció el cuenco, sus dedos se rozaron. Un segundo apenas. Pero suficiente para que el calor del contacto quedara vibrando entre los dos.

Él bebió. Lento. Sin decir nada.

Ella apartó el cuenco con la misma precisión con que lo había preparado. Entonces, alzando por fin la mirada, dijo con suavidad:

—A veces, lo más intenso es lo que no se dice.

Él asintió. Porque sí. Porque no había palabras para lo que se construía entre ellos, no con frases, sino con pausas, respiraciones, gestos. Con una ceremonia donde todo era exacto, pero nada era inocente.

Y mientras el sol se deshacía en la madera del piso, la habitación siguió callada. Vibrando. Llena. Como si el deseo no necesitara mostrarse, solo saberse.


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