03 Un amor de oficina

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Capitulo III - Fin de Año

La recta final del año siempre significaba entregas, cierres contables, ajustes de producción y llamadas urgentes a proveedores. El aire olía a café recién hecho, a papeles recién impresos y a un estrés disimulado en sonrisas acartonadas.

La escena del abrigo entre Andrés y Laura se había repetido un par de veces más desde aquel primer gesto. Ninguno de los dos parecía prestarle ya importancia a los comentarios o a las miradas que pudieran despertar. Para ellos no era otra cosa que una cortesía simple: alguien tenía frío, alguien más ofrecía un poco de calor. No había nada más que explicar. Al menos, no en la superficie.

Ese año, la empresa decidió que el personal trabajaría el último día de diciembre. Tal vez era el clima, tal vez la rutina, o tal vez el simple hecho de que todos querían estar en casa preparando la cena con sus familias. Aun así, hacia el final de la jornada, las cosas se relajaron un poco: aparecieron un par de botellas de sidra sobre una mesa improvisada en la sala de juntas. Hubo brindis apresurados, risas y promesas de año nuevo.

Fiel a su costumbre, Andrés participó solo lo justo. Chocó su vaso de plástico con un par de compañeros, sonrió lo necesario y luego regresó a su oficina con la excusa de cerrar pendientes. No era mentira: todavía tenía cosas por terminar, pero la verdad es que esas reuniones le resultaban incómodas, un escenario donde no sabía muy bien cómo moverse. Su ausencia no fue notoria para la mayoría, o quizá sí, pero ya nadie se sorprendía.

Laura, en cambio, sí lo notó. Cuando estuvo lista para irse a casa, pasó primero por la oficina de Andrés. No golpeó la puerta con timidez, sino con la naturalidad de quien sabe que será bienvenida.
—Andrés, ya me voy —anunció, asomándose.
Él levantó la vista de unos papeles, asintió y murmuró un “hasta mañana”. Pero antes de que pudiera volver a su escritorio, Laura entró y, sin pedir permiso, le dio un abrazo.

Fue un abrazo cálido, firme, sincero. No de compromiso, no de cortesía. Andrés, sorprendido, tardó un segundo en reaccionar, pero finalmente correspondió. Sintió lo delgado de su cuerpo, algo que hasta entonces no había notado. Pese a que en la empresa Laura se mostraba siempre animada, servicial y de buen humor, en ese instante él percibió cierta fragilidad, como si la alegría que proyectaba fuera, en realidad, un escudo.

El abrazo no duró mucho. Laura se apartó, sonrió y le deseó feliz año antes de salir. Andrés se quedó mirando la puerta cerrada, con una sensación extraña. No podía recordarse la última vez que alguien lo había abrazado así, con un afecto que no pedía nada a cambio.

Después de las fiestas, hubo un par de días de descanso y luego todo volvió a la normalidad. La mañana del primer día de regreso, antes de que empezara el habitual ruido de teléfonos y el tecleo de computadoras, Laura envió un correo a Andrés.

Andrés, feliz año, lo mejor para ti y tu familia.

Él respondió minutos después:
Laura, igualmente lo mejor para ti, que todas tus metas se cumplan.

Ese breve intercambio fue el inicio de una costumbre que, sin planearlo, se instaló entre ellos. Cada mañana, antes de que el día laboral los engullera, se enviaban un mensaje corto para saludarse. No era nada elaborado, solo un par de líneas que, poco a poco, se fueron llenando de comentarios más personales.

Con el tiempo, esos correos se convirtieron en un hilo que sostenía algo más que la cordialidad entre compañeros. En ellos había chistes privados, reflexiones sobre el clima, recomendaciones de películas o música, y hasta pequeñas quejas sobre la vida diaria. No eran confesiones íntimas todavía, pero sí la suficiente honestidad como para empezar a conocerse de verdad.

Para Laura, ese espacio era un respiro. Podía comunicarse con cualquiera en la oficina, pero sabía que en Andrés encontraba un interlocutor diferente, alguien que no repetía frases hechas y que respondía con interés genuino. Para Andrés, en cambio, Laura se transformó en una especie de oasis. Él, que tendía a ver las cosas con pesimismo y cautela, encontraba en ella una visión más optimista, como si Laura supiera encontrar una rendija de luz en cualquier situación.

Un mediodía coincidieron en la hora de la comida. No fue planeado; simplemente ambos se cruzaron en la pequeña cafetería cercana a la empresa y terminaron sentados en la misma mesa. Entre bocados y comentarios triviales, Andrés se enteró de algo que hasta entonces ignoraba: Laura estaba en proceso de separarse de su esposo. No lo dijo con dramatismo, sino como quien relata un hecho inevitable.

Andrés escuchó con atención. Comprendió, entonces, por qué a veces la veía llegar un poco desordenada o con el cabello recogido a las prisas. Laura le contó que las mañanas eran una carrera contra el reloj: preparar a dos niños pequeños, vestirlos, darles de desayunar, llevarlos a la escuela… y luego correr a la oficina. Muchas veces eso significaba dejarse a sí misma en último lugar.

—A veces ni siquiera desayuno —confesó, sonriendo como si fuera una anécdota graciosa y no un problema real—. Y cuando lo hago, es porque los niños han dejado algo en sus platos.

Ese comentario se quedó dando vueltas en la cabeza de Andrés. Recordó, de golpe, la sensación de fragilidad que percibió en el abrazo de fin de año. Entendió que no era solo cosa de complexión física: había un desgaste silencioso en Laura, un cansancio que disfrazaba con sonrisas y bromas.

A partir de entonces, Andrés empezó a inventarse excusas para “salir a comprar algo” por las mañanas. Volvía con un jugo o un pan, y siempre dejaba uno en el escritorio de Laura como si fuera un gesto casual. Ella aceptaba sin preguntar demasiado, tal vez adivinando que él lo hacía para que no se sintiera una carga.

En otras ocasiones, la invitaba a comer fuera de la empresa. Y siempre, sin excepción, él se encargaba de la cuenta. Laura, al principio, intentaba pagar lo suyo, pero pronto entendió que Andrés no iba a permitirlo. A cambio, ella le regalaba su compañía, sus historias, su forma de ver el mundo sin amargura.

Conocer las carencias de Laura hizo que Andrés se viera a sí mismo desde otra perspectiva. Tenía un matrimonio estable, un hogar sin sobresaltos económicos, una vida que, aunque monótona, estaba libre de las incertidumbres que ella enfrentaba a diario.

Hasta ese momento, lo único que Andrés se permitía con Laura era ofrecerle consejos, la mejor guía que su experiencia podía darle, y un apoyo económico cuidadosamente disfrazado de casualidad. No se atrevía a más. No sabía cómo manejar la situación de otra forma. Había una barrera invisible, una mezcla de respeto y cautela, que le impedía cruzar ciertos límites.

Y aunque ninguno de los dos lo decía en voz alta, ese “algo” se fortalecía con cada correo matutino, con cada café compartido, con cada pequeño gesto que parecía no tener importancia… hasta que comenzó a tenerla.

 


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