01 Amore Mío

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01 Amore Mío - Amargados

Héctor Lozano era un hombre reservado, de esos que prefieren escuchar antes que hablar, que piensan antes de actuar y que, en general, pasan desapercibidos sin esfuerzo alguno. Su timidez no era extrema, pero sí palpable; no buscaba llamar la atención, ni presumir habilidades, ni adornar sus acciones con pretensiones. Su bondad, sin embargo, estaba ahí, firme, aunque disfrazada por sus reservas y sus silencios. Era un hombre con errores, con limitaciones, con algunas carencias, pero con un alma que siempre buscaba hacer lo correcto.

Su vida reciente había estado marcada por la decepción amorosa. Venía de una relación intensa, de esas en las que uno entrega el corazón, el alma y el cuerpo con la ilusión de un futuro compartido, solo para que la vida se encargue de fragmentarlo todo y dejar cicatrices que todavía dolían. Héctor no estaba interesado en nuevas relaciones; su corazón, aún lastimado, necesitaba tiempo para recomponerse.

El trabajo se convirtió en su refugio. Como jefe de producción en una empresa mediana dedicada a la fabricación de componentes electrónicos, Héctor encontraba en la organización, los procesos y la rutina un soporte para mantenerse en pie. Allí, rodeado de máquinas, papeles y compañeros, podía centrar sus pensamientos en lo tangible y controlable, dejando los asuntos del corazón en un rincón apartado, como un libro guardado en la estantería.

Un día cualquiera, mientras revisaba documentos con Carlos, un proveedor y amigo de años, surgió un comentario inesperado:

—¿Ya fuiste al cine a ver la película de moda? —preguntó Carlos, con una sonrisa que sugería diversión más que curiosidad.

Héctor frunció ligeramente el ceño, sorprendido:

—No. Además, no me apetece ir solo.

Carlos arqueó una ceja y dejó escapar un sonido de decepción fingida:

—¿Qué le pasa a la gente hoy en día? Ya nadie quiere pasársela bien.

—No es eso —replicó Héctor, con el tono serio que lo caracterizaba—. No me agrada la idea de ir solo al cine, me parece un tanto patético.

—¿Acaso no tienes alguna amiga a quien invitar?

—Sinceramente no… y no estoy de ánimo para eso.

Carlos soltó una risa breve y amigable, con esa complicidad que solo surge entre personas que llevan años interactuando:

—Te voy a presentar a una de mis clientas. Anda con el mismo ánimo que tú, a ver si así se les quita lo amargados.

Héctor sonrió, aunque por dentro una sensación extraña se coló entre sus pensamientos. La idea de conocer a alguien en circunstancias similares a las suyas le resultó curiosamente atractiva, pero lo tomó con ligereza, considerándolo más una broma que una propuesta seria.

Pasaron tres semanas sin mayor novedad. Héctor había regresado a la rutina habitual: reuniones, informes, revisiones de producción. Hasta que un viernes, mientras revisaba correos, se encontró con un mensaje de Carlos que capturó su atención: “Lic. Ana del Valle”.

El correo contenía los datos de Ana, junto con su correo electrónico y número de teléfono, y al final una nota breve: “Ya hice mi parte”. Héctor sintió un pequeño nudo en el estómago. Durante días contempló ese mensaje sin abrirlo, dudando entre actuar o dejar que la oportunidad pasara. ¿Y si Ana no esperaba su contacto? ¿Y si Carlos había sido demasiado apresurado? Finalmente, la curiosidad y la cortesía vencieron a la incertidumbre.

Ese viernes por la tarde, cuando finalmente tuvo un momento de pausa en su trabajo, Héctor redactó un correo breve y educado:

"Hola, soy Héctor Lozano. Carlos me dio tu contacto y no quise terminar la semana sin escribir. Espero no ser inoportuno; también espero que Carlos te haya puesto al tanto y no me haya dado tus datos sin tu consentimiento. Cualquier cosa, aquí estoy."

No pasaron más de diez minutos cuando la respuesta de Ana llegó:

"Hola Héctor, qué gusto recibir tu mensaje. Carlos ya me había avisado que me contactarías. Ahora estoy un poco ocupada, pero el lunes retomamos la charla. Excelente fin de semana."

Una sonrisa involuntaria se dibujó en el rostro de Héctor. No era un gesto superficial; era la sensación de que alguien reconocía su existencia, alguien que, aunque aún desconocido, le hacía sentir un hilo de alegría inesperado. Aquel mensaje había transformado un viernes cualquiera en algo distinto, ligero, casi esperanzador.

Durante el fin de semana, Héctor pensó en Ana más de lo que hubiera querido admitir. Las palabras que ella había elegido, simples y cordiales, resonaban en su mente. Se preguntaba quién sería, cómo hablaría, qué gestos tendría. Todo lo que hasta ese momento había sido rutina comenzó a teñirse de posibilidades, aunque cautelosas, aunque contenidas.

El lunes llegó con un equilibrio delicado entre nervios y expectativa. Héctor se debatía entre escribirle a Ana a primera hora o esperar a que ella iniciara la conversación. No quería parecer impaciente, ni incomodarla en un momento inoportuno. La rutina laboral, tan ordenada y predecible, ahora se encontraba matizada por un pensamiento constante: el intercambio de correos con Ana.

A media mañana, Ana comenzó la comunicación. Sus palabras eran fluidas, cordiales, y sin indagar más allá de lo necesario: compartían detalles sobre su trabajo, comentarios sobre la rutina diaria, observaciones sobre la ciudad y los proyectos en curso. Cada correo era un hilo delicado que conectaba a Héctor con Ana de manera sutil, una manera de romper la monotonía sin exponerse demasiado.

A medida que los correos se sucedían, Héctor notaba cómo la distancia geográfica, que podría haber sido un impedimento, no interfería en la relación. Sabía que Ana trabajaba al otro lado de la ciudad, lo que hacía improbable cualquier encuentro inmediato, y paradójicamente, esa lejanía permitía que los mensajes fueran disfrutados sin presión. Era un intercambio seguro, donde la curiosidad podía fluir sin riesgo y donde el interés mutuo comenzaba a germinar con delicadeza.

En una de las visitas de Carlos a la empresa, surgió un comentario revelador:

—¿Ya fueron al cine? —preguntó, con esa mezcla de picardía y curiosidad que siempre lo caracterizaba.

—No —respondió Héctor, sorprendido—. No sabía que ella trabajaba al otro lado de la ciudad.

—¿Y eso qué? —dijo Carlos, arqueando las cejas.

—Son por lo menos dos horas de distancia —explicó Héctor—.

Carlos rió suavemente:

—No le has preguntado dónde vive, ¿verdad?

—No… pero supuse que cerca de su trabajo —respondió Héctor, intentando sonar despreocupado.

—Vive a 20 minutos de tu casa —dijo Carlos, con un dejo de satisfacción—. Por eso se me ocurrió presentarlos.

Héctor sintió un ligero cosquilleo en el pecho. La proximidad real transformaba la idea de conocerse de algo abstracto a algo tangible. De pronto, el primer encuentro parecía posible, y con esa posibilidad venía una mezcla de nerviosismo y expectación.

Durante los días siguientes, Héctor, con su torpeza habitual, preguntó a Ana de manera casual sobre su ubicación, y ella confirmó lo que Carlos había dicho. Acordaron, de manera implícita y sin presión, que en algún momento futuro buscarían coincidir para tomar un café en un lugar cercano. Ese acuerdo no era un plan formal ni un compromiso, sino una promesa tácita de que podrían encontrarse cuando ambos se sintieran listos.Cada correo era un recordatorio de que algo nuevo podía surgir, de que su corazón podía, lentamente, abrirse otra vez.


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