La joven de cabello desprolijo
Por Enzo Fernandez
Enviado el 03/09/2025, clasificado en Amor / Románticos
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La joven del cabello desprolijo - Cuento corto
Alberto, o Beto, como lo llamaban sus amigos, apenas tenía veinte años y ya cargaba con las rutinas de un hombre mayor. Estudiante de ingeniería, sus días comenzaban antes de que el sol despuntara. La ciudad aún estaba cubierta por la penumbra cuando él cerraba la puerta de casa con cuidado, evitando despertar a su madre. Salía a la calle con su mochila cargada de libros y esperanzas, listo para enfrentar el trayecto eterno que lo llevaba hasta la universidad. Dos transportes, a veces tres si la lluvia hacía de las suyas, eran la barrera diaria entre él y sus sueños.
El camión que pasaba por la avenida principal. Y fue ahí, en ese rincón desangelado donde los estudiantes y trabajadores esperaban resignados, donde apareció ella.
La primera vez no fue nada especial. Una joven más entre tantos rostros cansados que miraban hacia la nada mientras aguardaban el transporte. Delgada, de estatura mediana, el cabello rubio cayéndole desordenado sobre los hombros. En sus manos blancas siempre un libro, como si el mundo que la rodeaba fuese apenas un rumor y su verdadera vida estuviera en esas páginas.
Alberto la vio de reojo y siguió con lo suyo. Pero con los días comenzó a notar que esa muchacha estaba ahí casi siempre, en el mismo punto, como si la rutina de ambos estuviera destinada a coincidir. Al principio pensó que era mera casualidad, pero con el tiempo comprendió que se había vuelto parte de sus mañanas.
No era una belleza de revista. No eran sus rasgos los que podían detener el tráfico ni provocar murmullos. Pero había algo en ella, un misterio sutil, una ternura escondida que se revelaba sólo a quienes se atrevían a mirar más allá. El desorden en su cabello, las coletas improvisadas, los mechones rebeldes que enmarcaban su rostro, le daban un aire de descuido encantador, una elegancia involuntaria que la volvía única. Parecía intelectual.
Alberto empezó a esperarla.
No lo hacía de manera consciente al principio, pero pronto descubrió que se adelantaba unos minutos para poder verla llegar antes de que el camión los recogiera, también buscaba coincidir con ella en el metro. Ahí, entre el ruido de los vagones y la prisa de la multitud, ella encontraba su refugio en un asiento individual, sacaba su libro y se perdía en la lectura.
Para él, contemplarla leer era un espectáculo. Se preguntaba qué mundos visitaba, qué palabras le arrancaban esas expresiones apenas perceptibles, un ceño fruncido, una sonrisa contenida, un leve suspiro. Sentía que ella sostenía un diálogo íntimo con esas páginas, un diálogo al que él nunca tendría acceso. Y sin embargo, estar ahí, observándola desde unos pasos de distancia, lo hacía sentir parte de algo sagrado.
Los meses pasaron así. Seis, tal vez siete. Cada mañana la misma escena, como si el universo hubiera decidido regalarle a Beto ese milagro rutinario. Nunca cruzaron palabra. Nunca un “hola”, nunca un gesto compartido. Pero en el silencio nació algo más fuerte que cualquier conversación: un amor platónico, puro, que llenaba de sentido los trayectos interminables de Alberto.
La bautizó en secreto con varios nombres. Claudia, Estela, Azucena. Daba igual. Tenía cara de ángel, y eso bastaba. El nombre era irrelevante cuando lo que importaba era la huella que dejaba en su memoria.
Una mañana, simplemente, ya no estuvo. Alberto miró el andén vacío con la esperanza de verla aparecer corriendo, como quien se retrasa un par de minutos. Pero no llegó. Al día siguiente tampoco. Y el siguiente.
El hueco que dejó en su rutina fue tan grande que Alberto se dio cuenta de hasta dónde había llegado aquella presencia silenciosa. El metro se volvió gris, el camión más pesado, las horas más largas.
Así como llegó, se fue. Y con ella se desvaneció la posibilidad de algo más. Nunca sabría su nombre, ni de qué trataban aquellos libros que la absorbían tanto, ni qué sueños guardaba en sus ojos claros. Pero la imagen de su cabello rubio desordenado, de su piel blanca iluminada por los focos amarillentos del vagón, se quedó tatuada en su corazón.
Alberto terminó el semestre, luego otro. La vida siguió, como siempre. Pero en las madrugadas frías, cuando volvía a esperar el camión y veía a otros rostros anónimos a su alrededor, una punzada de nostalgia lo recorría.
Se preguntaba si ella estaría en otra ciudad, si habría terminado la preparatoria, si alguien más tendría ahora el privilegio de verla leer de tan cerca.
Con los años comprendió que aquel amor platónico había sido un regalo. No necesitaba final feliz para ser valioso. La magia había estado en la espera, en la mirada furtiva, en el silencio compartido entre páginas y estaciones de metro.
A veces, cuando las responsabilidades de la adultez lo ahogaban, cerraba los ojos y volvía a verla. En su imaginación ella seguía ahí, con un libro entre las manos, viajando entre mundos invisibles.
Y entonces sonreía. Porque sabía que no todos los ángeles están destinados a quedarse. Algunos aparecen solo para recordarnos que el amor más puro no siempre necesita palabras ni promesas. Basta una mirada diaria, un espacio compartido en la multitud, para marcar un corazón para siempre.
Alberto nunca olvidó a la joven del metro. Y aunque la vida le regaló otros amores, otros nombres, nunca volvió a sentir ese temblor inocente, esa pureza que brota cuando el corazón ama sin esperar nada a cambio.
Quizá por eso, cada vez que subía a un vagón y veía a alguien leer con la misma devoción, volvía a estremecerse. Porque en el fondo, aún esperaba volver a encontrarla.
Porque aunque no lo supiera, ella había sido la primera mujer que le enseñó a mirar más allá de lo evidente.
La que le enseñó que el amor también puede vivirse en silencio.
La que, sin saberlo, se convirtió en un recuerdo eterno.
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