La Señora

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La Señora - Relato Corto

Alberto tenía diecisiete años y, como muchos jóvenes de su edad, sus días estaban marcados por la rutina inquebrantable de levantarse temprano, apresurarse a alistarse y salir cuando aún la ciudad bostezaba entre sombras. El aire fresco de la mañana le acompañaba mientras esperaba el autobús, siempre en la misma parada, rodeado de los mismos rostros cotidianos: estudiantes soñolientos con mochilas pesadas, obreros con el uniforme impregnado de fatiga anticipada, oficinistas que ya parecían cansados antes de empezar la jornada. Nadie hablaba, nadie sonreía; apenas se cruzaban las miradas. Eran como piezas de un engranaje gris que repetía la misma coreografía cada día: subir, ocupar un asiento si había suerte, cerrar los ojos y dejarse arrullar por el traqueteo del motor hasta llegar a destino.

Alberto, sin embargo, había encontrado un pequeño respiro en medio de esa monotonía: ella.

La primera vez que la notó fue casi por accidente. Una mujer de unos cuarenta años, quizá un poco menos, tal vez un poco más, con algunos kilos de más, pero con un porte y una seguridad que la hacían destacar entre la multitud apática. Su piel era morena clara, su cabello tenía un matiz rubio que jugaba con la luz, y su sonrisa… esa sonrisa era lo suficientemente traviesa como para quedarse tatuada en la mente de un muchacho que apenas estaba descubriendo lo que era el deseo.

Pero no era solo la sonrisa. Era todo en ella: su forma de vestir, que parecía desafiar la rutina apagada del transporte público. Siempre llevaba falda, tacones que marcaban el ritmo de sus pasos y una blusa ligera, solo parcialmente abotonada, como si disfrutara el juego de insinuar más de lo que mostraba. Sobre la blusa, un suéter que tampoco se cerraba del todo, apenas lo suficiente para sugerir que debajo había secretos que invitaban a la imaginación.

Para Alberto, que aún no cumplía la mayoría de edad, aquella mujer representaba un universo prohibido, una puerta hacia emociones que hasta entonces solo había sentido en sueños o en sus lecturas. La llamaba “la señora” en su mente, como una forma de recordarse que era inalcanzable, que estaba en otro nivel de la vida, quizá con un esposo esperándola en casa o pretendientes de su misma edad que sí podían ofrecerle lo que él ni siquiera entendía del todo.

Y, sin embargo, no podía dejar de mirarla.

Al principio eran solo segundos robados, miradas tímidas cuando ella subía al autobús y buscaba asiento, el contorno de sus piernas bajo la falda, el vaivén de sus pechos al ritmo de la marcha del camión. Pero pronto esas miradas se convirtieron en complicidad. Porque ella lo sabía. Lo notaba. Más de una vez, mientras él pensaba que observaba en silencio, ella le devolvía una mueca en los labios que Alberto no sabía cómo descifrar. ¿Era burla? ¿Un gesto de desagrado? ¿O acaso una invitación? Esa duda, ese misterio, era precisamente lo que lo mantenía despierto en aquellas mañanas somnolientas.

Hubo momentos en que quiso reunir el valor para acercarse. Fantaseaba con decirle un simple “hola”, con preguntarle su nombre, con compartir al menos una palabra para romper el silencio que los envolvía. Pero el miedo lo paralizaba. Sentía que, si lo intentaba, todos los demás pasajeros clavarían los ojos en él, juzgando la osadía de un adolescente que pretendía acercarse a una mujer madura. Se veía torpe, ridículo, fuera de lugar. Y entonces se quedaba callado, refugiado en el anonimato de la multitud, acariciando en su mente una conversación que nunca se daba.

Lo más cerca que estuvo de ella fue en aquellas tardes en que, por casualidad, coincidían al regresar. Alberto bajaba unas cuadras antes, pero durante tres o cuatro calles caminaban casi juntos. Era su oportunidad, lo sabía. Bastaba dar un par de pasos rápidos, igualar su ritmo y saludar. Sin embargo, más de una vez optó por lo contrario: ralentizaba su andar solo para observarla desde atrás. Ella caminaba en tacones con una sensualidad que parecía natural, como si cada paso fuera parte de una coreografía hecha para ser admirada. Alberto juraba que ella lo sabía, que de alguna manera percibía la mirada que la seguía y, en respuesta, acentuaba el movimiento de su cadera, regalándole un espectáculo privado en medio de la calle.

Aquella mujer despertaba en él sensaciones desconocidas, hormigueos en el cuerpo, pensamientos que lo ruborizaban y que no sabía cómo manejar. Era la primera vez que sentía esa mezcla de admiración, ternura y deseo. Ella no era una compañera de su edad, no era una fantasía lejana de revista o de cine, era real, tangible, de carne y hueso. Estaba ahí, compartiendo el mismo camión, la misma banqueta, la misma ciudad.

El tiempo pasó. Los meses se fueron diluyendo entre exámenes, tareas y las pequeñas batallas cotidianas de un estudiante de preparatoria. Y con el paso de los días, esa rutina de encuentros silenciosos se convirtió en una especie de ritual secreto, un aliciente para levantarse temprano, un motivo oculto para soportar el tedio de la escuela.

Hasta que un día, como suele ocurrir con lo que nunca se dice en voz alta, ella desapareció.

Alberto entró a la universidad, y con ello su rutina cambió: otros horarios, otras rutas, otras paradas. Al principio todavía esperaba verla de nuevo, confiado en que la ciudad les regalaría otra coincidencia, pero no ocurrió. La “señora” quedó atrás, difuminada en la memoria como un espejismo que lo había acompañado en un momento crucial de su vida.

Con el tiempo llegaron nuevos rostros en el autobús, nuevas personas que ocuparon su atención, pero nunca igualaron aquella sensación que ella le provocaba. No importaba cuántas chicas conociera en la universidad, ninguna caminaba con esa seguridad, ninguna sonreía con esa mezcla de picardía y misterio, ninguna lo había hecho sentir tan confundido y tan vivo al mismo tiempo.

La recordó muchas veces en silencio. Recordaba la forma en que el sol de la mañana iluminaba su cabello rubio desordenado. Recordaba el contorno de su blusa a medio abotonar, la curva de sus labios, la mueca ambigua que tanto lo intrigaba. Recordaba, sobre todo, cómo ella lo había hecho despertar, sin saberlo, al mundo del deseo.

Nunca supo su nombre. Nunca cruzaron palabra. Y sin embargo, aquella mujer quedó grabada en él como un tatuaje invisible, como el eco de una canción que nunca termina de olvidarse.

Alberto entendió, con el paso de los años, que no todas las historias están hechas para ser vividas en plenitud. Algunas solo existen para abrir puertas, para marcar el inicio de algo más grande. Ella había sido eso: un despertar, un relámpago que iluminó su adolescencia y le mostró que había más allá de los libros, de los amigos y de la rutina.

Y aunque la vida lo llevó por otros caminos, nunca dejó de sonreír al recordar a aquella mujer de mirada pícara y caminar sensual. Nunca dejó de pensar que, de alguna manera, su destino se había cruzado con el de ella por una razón: enseñarle a sentir.

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