Un café que no llegó
Por Enzo Fernandez
Enviado el 04/09/2025, clasificado en Amor / Románticos
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Un café que no llegó - Relato corto
Angélica cerró la ventana del chat con un ligero suspiro. Otro día más de conversaciones sin rumbo, frases que parecían recicladas, saludos mecánicos que no dejaban nada. Era ya una costumbre entrar a ese espacio en línea casi desierto, como quien hojea un viejo álbum de fotos por nostalgia y no por gusto. Estaba a punto de salir cuando apareció el mensaje:
—Hola, Soy Sebastián.
El nombre no le dijo nada. Pero había algo distinto en la manera en que estaba escrito, sin exageraciones ni atajos modernos, sin “holas” flojos o caritas gastadas. Respondió por mera cortesía, pensando que sería un intercambio más. Sin embargo, la charla se extendió. Hablaron del tráfico, del clima caprichoso de esos días, de la rutina laboral. Nada extraordinario, pero nada forzado tampoco. Y cuando él sugirió continuar la charla por correo, ella aceptó casi sin pensarlo.
Los días siguientes trajeron una nueva rutina: revisar su bandeja de entrada esperando ver el nombre de Sebastián. Al principio eran correos breves, apenas unos párrafos. Luego, conforme los silencios de oficina pedían compañía, las palabras fueron creciendo.
Angélica le habló de su vida: cincuenta años, divorciada desde hacía tiempo, con dos hijos casados y nietos que llenaban sus fines de semana. Sebastián, por su parte, confesó que venía de una ruptura amorosa reciente. No buscaba nada más que conversación, un respiro del peso que el corazón le dejaba. Esa sinceridad lo hacía distinto.
Pronto, “Angélica” dejó de ser Angélica y se convirtió en “Angie”. Al leerlo, ella sonrió. Era como volver a sentirse vista, ligera, alguien más que la abuela cariñosa o la empleada puntual.
Una tarde, él escribió:
—¿Y si mejor hablamos por teléfono?
El corazón de Angie dudó un segundo. Era un paso más, una frontera invisible. Pero respondió con un “sí” sencillo y le compartió su número. La llamada llegó minutos después.
La voz la sorprendió. No era la que había imaginado. Esperaba un tono grave, curtido por los años, y en cambio escuchó una risa joven, una entonación vibrante que la desconcertó.
—¿Qué edad tienes? —preguntó ella, casi como un descuido.
—Treinta —respondió Sebastián, con naturalidad.
Angie apretó los labios. Tenía veinte años menos que ella. Apenas un poco mayor que sus hijos. Fingió calma, pero esa noche se miró en el espejo con ojos nuevos. Sus arrugas parecían más profundas, sus caderas más anchas. ¿Qué hacía charlando con un hombre de treinta?
Pero la duda pronto se convirtió en fantasía.
Aquella diferencia de edad, que al principio le había parecido un muro, se transformó en un espejo secreto donde se reflejaba su deseo de sentirse viva otra vez. No buscaba amor, ni noviazgo, ni explicaciones. Solo un espacio donde su piel no fuera invisible, donde su cuerpo no fuera “ya de señora”, donde pudiera entregarse sin miedo.
Sebastián, del otro lado, lo intuía. Cada correo llevaba más calidez, cada llamada más confianza. Él no veía a una mujer mayor: veía a alguien que le escuchaba de verdad, alguien que no jugaba, que no pretendía.
Un día él propuso lo inevitable:
—¿Nos vemos para un café?
Ella dudó, pero aceptó.
Quedaron en un punto intermedio, después del trabajo. Ella iría vestida de mezclilla azul; él llegaría en un sedán blanco. Angie se arregló frente al espejo con una mezcla de nervios y emoción. Eligió unos jeans ajustados, una chamarra pequeña que resaltaba su cintura. Se sintió atrevida, incluso traviesa.
Cuando vio el auto detenerse frente a ella, el corazón le dio un vuelco. Sebastián era más joven de lo que había querido imaginar, pero su sonrisa la desarmó. Él también se sorprendió, si bien era notorio que no era una jovencita sus formas eran muy atractivas, sus piernas y ese trasero casi redondo que ella conservaba lo hicieron temblar. Angie subió al coche y, en lugar de un saludo distante, se tomaron de la mano como si lo hubieran hecho siempre.
El café nunca ocurrió. Los semáforos se convirtieron en excusas para besarse, y los besos marcaron el rumbo hacia un motel discreto.
El cuarto se cerró tras ellos, y el silencio se llenó de jadeos y risas contenidas. La ropa cayó como hojas secas. Angie se dejó llevar, sorprendida de sí misma, de lo mucho que todavía deseaba y podía entregar. Sebastián la recorrió con las manos y la boca, con la urgencia de quien no teme. Ella se abandonó, sumisa, con una mezcla de miedo y dicha.
Angie se sintió volver a sus años de juventud y recordó lo que era ser poseída por un un hombre joven, fuerte, con esa resistencia que la hacía gritar.
Se amaron con la intensidad de lo prohibido. Para ella fue un anhelo hecho realidad; para él, la confirmación de que el deseo no tiene edades.
Después, desnudos y sudorosos, compartieron un silencio extraño, entre complicidad y despedida. No había promesas, solo la certeza de que habían tocado un secreto que debía guardarse.
Al salir, Angie pidió bajarse a unas cuadras de su casa. Sebastián entendió sin palabras: ella quería proteger su mundo, su rutina, sus hijos. Se despidieron con un beso largo, prometiendo llamarse al día siguiente.
Ese día nunca llegó. Ninguno escribió primero. Ninguno llamó. No hizo falta. Lo que había ocurrido pertenecía a un instante, y alargarlo hubiera sido traicionarlo.
Angélica volvió a su vida. El trabajo, los nietos, las compras de cada sábado. Pero, en sus noches silenciosas, recordaba la piel ardiente, los labios jóvenes, el sonido de su risa. No era amor. No era compañía. Fue un destello en medio de la rutina, un recordatorio de que todavía estaba viva.
Sebastián también siguió con su camino. Con amigos, con planes, con nuevas mujeres quizás. Pero, de vez en cuando, al detenerse en un semáforo, recordaba aquellos besos fugaces en el tránsito, aquella mujer que lo había mirado con hambre y ternura a la vez.
Ambos entendieron que había encuentros que no estaban destinados a repetirse, porque su fuerza radicaba en ser únicos.
Un café que nunca sucedió se convirtió en la historia que los marcaría para siempre.
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