Amore Mío - El café (b)
Héctor apenas atinó a ponerse de pie. Su reacción fue la de alguien que recibe a una figura importante, como si de pronto comprendiera que la cita no era con una mujer cualquiera, sino con alguien capaz de alterar el equilibrio de sus días.
Ella se detuvo frente a la mesa, se acomodó el cabello con un movimiento ligero y le regaló una sonrisa tan luminosa que desarmó cualquier defensa que Héctor hubiera querido mantener.
—Hola, Héctor.
—Hola, Ana —respondió él, casi en un susurro.
Ella extendió la mano y él la tomó, notando la suavidad y la calidez de su piel. Fue un apretón breve, pero suficiente para dejarle un cosquilleo que lo acompañaría el resto de la velada.
—Perdona la tardanza —dijo ella—. El taxi hizo lo que pudo, pero el tráfico estaba insoportable.
—No te preocupes… lo importante es que llegaste. Por favor, siéntate.
Él se apresuró a mover la silla y ella agradeció el gesto con una inclinación de cabeza. Apenas se acomodó, lo miró con un aire travieso.
—Pensé que ya no te encontraría —dijo, entre seria y sonriente.
Héctor sonrió, aunque en el fondo la frase le recordó lo cerca que había estado de marcharse.
—Pues qué bueno que no te fuiste —añadió Ana con una risa clara, ligera, que rompió la tensión y lo devolvió a tierra.
Se inclinó hacia un lado, buscando algo en su bolso, y luego preguntó:
—¿Te molesta si prendo un cigarro?
—Para nada —contestó Héctor sin titubear.
El mesero se acercó y ambos pidieron café, acompañándolo con algo ligero para cenar. El murmullo del restaurante parecía difuminarse alrededor. Estaban ahí, al fin, frente a frente, después de tantas semanas de palabras y expectativas.
Para Héctor, aquella primera impresión no era un simple retrato físico. La forma en que Ana lo miraba, la manera en que sonreía, el gesto con que encendía el cigarro y sostenía la taza, todo se impregnaba en su memoria con una fuerza difícil de describir. Había una seguridad en ella que contrastaba con su propia timidez, y sin embargo no se sentía intimidado en ese momento, sino extrañamente cómodo, como si hubieran pactado desde siempre esa complicidad.
No lo sabía todavía, pero esa noche sería el inicio de algo que lo marcaría profundamente.
La charla comenzó con la naturalidad de quienes ya se conocían. No hubo silencios incómodos ni titubeos. La transición de las letras a las palabras habladas fue tan fluida que ambos se sorprendieron de lo sencillo que resultaba.
Hablaban de todo y de nada: del tráfico, de lo tedioso que podía ser el trabajo, de anécdotas triviales que arrancaban sonrisas. La confianza estaba ahí, intacta, pero había también una corriente subterránea que los llevaba poco a poco hacia temas más profundos.
Fue Ana quien abrió la puerta.
—Y dime, Héctor… ¿qué pasó en tu última relación?
Él se tensó de inmediato. Bajó la mirada y, con un gesto incómodo, jugueteó con la taza de café. Dudó unos segundos, pero no podía mentirle. Había algo en los ojos de Ana, una mezcla de interés y ternura, que lo desarmaba.
—Fue difícil… —dijo al fin—. Muy difícil. Entregué todo lo que tenía, y aún así terminó mal. Muy mal.
Sus palabras se fueron haciendo más pesadas mientras relataba lo sucedido. No entró en todos los detalles, pero sí lo suficiente para que Ana entendiera la magnitud de la herida. Habló de lo doloroso que había sido ver cómo una relación en la que había puesto el corazón se desmoronaba sin remedio, y cómo la traición final lo había dejado con cicatrices que todavía dolían.
Por momentos, sus ojos se humedecieron. No lloró, pero la vulnerabilidad era evidente.
Ana lo escuchó con atención, sin interrumpir, dándole el espacio para desahogarse. Cuando terminó, ella suspiró y le confesó también su parte: que tenía tres hijos, el mayor de diecisiete años, y que la vida tampoco había sido fácil para ella. Que había conocido sus propias tragedias y fracasos, y que lo que los unía no era la perfección, sino las heridas compartidas.
Ese instante cambió el tono de la conversación. Ya no eran solo dos desconocidos charlando: eran dos personas que, con valentía, se habían mostrado sin máscaras.
Decidieron entonces dejar los temas dolorosos a un lado y retomaron la charla ligera, riendo por cualquier anécdota para suavizar el ambiente. El reloj avanzaba sin que se dieran cuenta, y cuando al fin se levantaron de la mesa, la noche ya había caído por completo.
Héctor pidió la cuenta y pagó sin permitir discusión. Salieron juntos, y fue Ana quien, con naturalidad, tomó su brazo como si lo hubiera hecho toda la vida. Caminaron así hasta el sitio de taxis cercano.
—Déjame llevarte a casa —propuso él con insistencia.
—No, Héctor. De verdad, no quiero incomodarte. Con que me acompañes al taxi es suficiente.
Él quiso replicar, pero al verla tan firme decidió no presionarla. La acompañó hasta el sitio, esperó a que abordara y solo entonces se despidió.
El trayecto de regreso a casa fue silencioso. Héctor conducía con la mente dividida: por un lado, la vergüenza de haberse mostrado vulnerable frente a Ana; por el otro, la imagen imborrable de su llegada al restaurante, de esa sonrisa que había iluminado la noche.
Al llegar a su hogar, se dejó caer en el sillón y cerró los ojos. Sintió que algo había cambiado, que aquella mujer no era una coincidencia cualquiera.
Ana del Valle había logrado, en apenas unas horas, lo que nadie había conseguido en mucho tiempo: devolverle la ilusión.
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