A veces se necesita valor para reconocer lo que se ha hecho mal, para aceptar que le has roto el corazón a la persona que más dices amar, se necesita valor para reconstruir el momento exacto donde ves la primera lágrima en su rostro. Y no hablo solo de ese instante visible, hablo del eco que deja después, cuando ya no está frente a ti, cuando te quedas con la imagen grabada en la mente y entiendes demasiado tarde que ese fue el inicio del final.
Admito que no siempre tengo ese valor, que me escondo detrás de mi silencio o de cualquier excusa barata. Admito que más de una vez he intentado convencerme de que la vida sigue y de que es mejor no mirar atrás, pero la verdad es que hay noches donde todo se derrumba, donde no queda más refugio que un vaso en la mano y un trago de tequila que arde en la garganta. Ese trago fiel que no me juzga, que no me señala, que simplemente está ahí para acompañarme a recordar lo que a veces quiero negar.
Mi fiel trago de tequila me ayuda a aceptar que fui yo quien echó a perder las cosas, que no hubo destino, ni azar, ni mala suerte. Fui yo. Fui yo con mis palabras cortantes, con mis ausencias disfrazadas de ocupaciones, con mi orgullo que tantas veces pesó más que el amor, y peor aún, con la confianza que estarías para mí al día siguiente. Fui yo quien dejó caer pedazos de lo que construimos, hasta que al final no quedó nada que sostener.
Hay quienes dicen que el alcohol ayuda a olvidar, pero conmigo funciona al revés. Cada trago abre cajones que trato de mantener cerrados durante el día. Cajones llenos de recuerdos, de tu risa sonando por las mañanas, de tus manos buscándome, de tu voz susurrándome que todo estaría bien. Y cada imagen viene acompañada de la certeza de que yo mismo fui quien destrozó esa promesa.
El tequila también me da la valentía que me falta en la sobriedad. Me ayuda a decir tu nombre en voz alta, como si al pronunciarlo pudiera invocarte, como si pudiera volver a sentir, aunque sea por un instante, la cercanía que ya no existe. Es extraño, pero tu nombre no suena igual cuando lo pienso en silencio que cuando lo dejo salir con el ardor del alcohol en la garganta. Cuando lo digo, siento que de alguna manera te devuelvo la existencia dentro de mí.
Ese mismo tequila me ayuda a continuar con mi vida, aunque no sea la vida que hubiera querido contigo. Me recuerda que el mundo no se detuvo cuando te fuiste, que sigo respirando, caminando, cumpliendo con lo cotidiano, aunque por dentro a veces me sienta vacío. Y sí, también me ayuda a brindar por ti, por tu felicidad, aunque no sea a mi lado. Porque, aunque duela, no quiero desearte nada menos que paz, amor y sonrisas sinceras.
Pero no todo es tan simple. Hay un peso enorme en saber que el amor no fue suficiente, o mejor dicho, que yo no supe hacerlo suficiente. Esa es una de las verdades más duras de aceptar: que amar a alguien no siempre basta para cuidarlo como merece, que se puede amar profundamente y aún así lastimar, que se puede desear lo mejor para alguien y ser, al mismo tiempo, la razón de sus lágrimas.
Lo confieso, me cuesta dormir. Hay noches en las que me acuesto y cierro los ojos, y en lugar de sueño llegan los recuerdos. Llegan las veces que reíste conmigo con chistes malos, la vez que me miraste con esa calma que solo tú tenías, la vez que te quedaste en silencio porque sabías que yo no quería hablar. Y luego llega la imagen de tus ojos tristes, esa que me quiebra sin necesidad de palabras. Esa que me recuerda que perdí lo más valioso por no saber cuidarlo.
Tal vez por eso vuelvo al mismo ritual una y otra vez. Vuelvo al vaso, al tequila, al brindis silencioso. Porque aunque no solucione nada, me permite sostener un diálogo conmigo mismo, uno que no tendría el valor de enfrentar sin esa chispa que me quema la garganta y me desnuda el alma. Y ahí, entre trago y trago, me digo verdades que me rehúso a aceptar en el día: que te sigo extrañando, que aún te pienso, que todavía me duele tu ausencia.
No sé si algún día tendré la oportunidad de decirte todo esto frente a frente, con los ojos limpios y sin el respaldo de una botella. No sé si algún día tendré el valor de mirarte y admitir que no supe amarte como mereces. Y quizás no importe, quizás ya no sea necesario, porque la vida sigue y tú mereces seguir sin cargar con mis culpas. Pero mientras tanto, aquí sigo, confesándome en silencio con el único testigo que me queda: mi fiel trago de tequila.
Y aunque me repita que con cada copa me acerco más a dejarte ir, en el fondo sé que no es cierto. Sé que bebo no para olvidarte, sino para mantenerte viva dentro de mí. Para no permitir que el tiempo borre los detalles de tu rostro, el sonido de tu risa o el calor de tu abrazo. Sé que es mi manera de resistirme al olvido, aunque me cueste aceptar que el olvido sería, quizás, lo más sano.
Por eso levanto mi copa una vez más. Y aunque mis ojos se nublen y mi voz tiemble, digo tu nombre. Lo digo para recordarme que aún existe dentro de mí un espacio que te pertenece. Lo digo para aceptar que amar también significa aprender a dejar ir, aunque no sepa cómo hacerlo del todo. Lo digo porque, aunque el tequila se termine y la botella quede vacía, hay un eco que me acompaña: ese eco que eres tú, y que no se apaga con nada.
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