En esa ocasión la pude ver en el metro de la mañana. Iba sumido en esa neblina propia de los lunes, con el café aún sin hacer efecto, apoyado contra la puerta. El vagón iba repleto, un mosaico de abrigos y caras cansadas. Y entonces, la vi. No era alguien que llamara la atención a simple vista: llevaba un abrigo largo de color beige y una bufanda gris con un delicado estampado de pájaros. Lo que me hizo fijarme en ella fue el libro: una edición antigua de “Ficciones”, de Borges, con el lomo desgastado. En un mundo de pantallas, aquello era anacrónico y hermoso. Nuestras miradas se cruzaron por un instante, solo el tiempo suficiente para que yo captara una leve sonrisa cortés antes de que bajara en la estación de Atocha. La vi alejarse por el andén, fundiéndose entre la multitud, y pensé: “Qué pena no haberle dicho algo sobre el libro”. Una oportunidad perdida, una cara más entre el gentío. La vida.
La mañana transcurrió con la monotonía habitual. Informes, reuniones, más café. Para la hora de comer, necesitaba escapar de la oficina. En lugar de ir al restaurante de siempre, me dejé llevar por un impulso y tomé un autobús que me llevó hasta el Parque del Retiro. Buscaba silencio, el sonido de los patos en el estanque, el crujir de la gravilla bajo los pies. Me senté en mi banco favorito, uno apartado, cerca de la Rosaleda, donde solo se oye el viento en los pinos.
Y allí estaba ella.
Sentada en el mismo banco, en el extremo opuesto. El mismo abrigo beige, la misma bufanda con pájaros. Y sobre su regazo, abierto, el mismo libro de Borges.
Una descarga eléctrica me recorrió la espalda. No era posible. Atocha estaba a kilómetros de distancia, y era mediodía. ¿Qué probabilidades había? La ciudad tiene cuatro millones de almas. Los encuentros fortuitos suceden, sí, pero dos veces en el mismo día, en lugares tan distantes y a horas tan diferentes… era estadísticamente absurdo. Me quedé paralizado, observándola. Ella no parecía haberme notado. Leía con una concentración absoluta, como si el mundo a su alrededor hubiera dejado de existir, tomaba notas.
Finalmente, tomé coraje y me acerqué. Mi sombra debió de caer sobre la página, porque alzó la vista. Sus ojos no mostraron sorpresa. No hubo un “¡Qué casualidad!” o un “¡Es usted!”. Solo una calma profunda, como si mi presencia fuera lo más natural del mundo.
“Disculpe,” dije, con una voz que me sonó ridículamente temblorosa. “No quiero molestar, pero… esta mañana estaba en el mismo vagón de metro que usted. En la línea 1.”
Ella sonrió, una sonrisa que no era cortés, sino llena de una especie de conocimiento antiguo. Cerró suavemente el libro, marcando la página con un dedo.
“El metro es un lugar de tránsito,” dijo su voz, serena y clara. “Este banco, en cambio, es un lugar de pausa. Son dos caras de la misma moneda, ¿no le parece?”
Sus palabras me desconcertaron aún más. No negaba la coincidencia, sino que parecía darle un sentido que yo no alcanzaba a comprender.
“Es… es una casualidad increíble,” insistí, buscando en su rostro alguna señal de perplejidad que coincidiera con la mía.
“¿Lo es?” preguntó, inclinando la cabeza ligeramente. “¿O acaso no somos nosotros los que dibujamos los caminos para que los cruces sucedan? Tal vez hoy, sin saberlo, ambos necesitábamos el mismo tipo de quietud.”
Miré a mi alrededor. El parque parecía más silencioso de lo normal, la luz del sol se filtraba entre las hojas de una manera casi líquida, dorada. Todo tenía una nitidez extraña, como si el mundo real se hubiera puesto en pausa y solo existieran este banco y nosotros dos.
“Ese libro…” señalé, buscando un ancla en lo concreto. “Es mi favorito.”
“Si, lo sé”, respondió ella, y en sus ojos creí ver un destello de complicidad. No dijo “lo supongo” o “qué interesante”. Dijo “lo sé”, con una tranquilidad que helaba la sangre. Me pasó el libro, en la sección “La lotería en Babilonia”. Un relato sobre el azar que se convierte en orden, en un destino administrado.
Lo tomé. Noté aquellas hojas sueltas, quizas donde hacia sus notas, no quise ser imprudente. Las páginas olían a papel viejo y a polvo de estrellas. Cuando se lo devolví, nuestros dedos se rozaron. Su piel estaba sorprendentemente fría.
“Algunas veces,” murmuró, “el universo se aburre de ser caótico y decide tejer un patrón, solo por un día. Para recordarnos que las casualidades son las puntadas que no vemos del bordado.”
Se levantó entonces, con la misma elegancia tranquila con la que había bajado del metro. “Cuídese,” dijo. Y se alejó por el sendero, sin mirar atrás.
La seguí con la vista hasta que desapareció tras una curva. Me quedé sentado en el banco, solo, durante mucho tiempo. El mundo recuperó sus sonidos normales: los niños gritando, el rumor del tráfico lejano. Pero nada volvió a ser normal.
Desde entonces, cada vez que tomo el metro o me siento en un banco del parque, miro a mi alrededor, esperando ver el abrigo beige y la bufanda gris. Nunca la he vuelto a encontrar. Y a veces, en los momentos de mayor quietud, me pregunto si aquel día fui yo el que se cruzó dos veces en su camino, o si fue ella, una puntada sutil en la trama de mi realidad, quien se cruzó en el mío para recordarme que los límites entre la casualidad y la intención son mucho más finos de lo que creemos.
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