Subía la cuesta de Crescent Way sin ganas. Había dejado de llover y entre los algodones grises de las nubes aparecían largos brochazos azules llenos de vida. El tímido gorjeo de las avecillas, una vez el rugido ronco de la tormenta fue haciéndose lejano, espaciándose y muriendo en la costa de Marienpark, fue afianzándose.
«Oh, cariño, no quiero que nos separemos; no ahora». Diana se colgó de mi brazo. Olía a su perfume delicado y caro. Eran las cosas que amaba Diana, no los lujos, sino que era la elegancia natural de su familia adinerada, allí en Bogotá, una inconsciente forma de ser. Del mismo modo, se pintaba los párpados de un azul cielo, se arreglaba las pestañas, se pintaba los labios, se hacia el nudo del pañuelo con una gracia que no era posible aprender, y apenas imitar.
Diana no estaba. Las irregularidades de las aceras me hacían trastabillar de tanto en tanto. Diana no estaba allí, en aquella calle inglesa. Diana estaba muerta. “Estar muerto”, ¡qué extraña frase contradictoria, cruel, dolorosa!
Diana, simplemente, animalmente, “había” muerto; pero, también era contradictorio decir que Diana no estaba allí, en Crescent Way, porque yo la traía a esa calle desierta donde los coches estacionados sí “estaban muertos”, porque sin conductores los coches “estaban” muertos. No como Diana, que no estaba materialmente, pero estaba en mí; hablaba, se movía, sonteía o lloraba… o pedía, como ahora pedía: «Mi vida, ahora no me dejes. Vámonos… donde tú quieras, tú y yo. Separados no somos felices, amor mío, ¿no quieres estar conmigo?». Diana estaba a mi lado, conmigo, notaba su calor, veía su mirada con aquel brillo del enamoramiento absoluto, una entrega incondicional; su corazón ya no le pertenecía a ella. De alguna forma lo había incrustado en el mío, era una parte de aquel órgano latiente que ahora me llenaba de amargura.
Pisé una hoja mojada y mi pie se deslizó peligrosamente. Maldije mientras me sujetaba en el tronco frío y rugoso de un cedro. Tuve un acceso de tos. El dolor en el pecho se acentuó. Dejé de tener todo lo demás: brazos, pies, abdomen…
«Tenemos que esperar, cielito mío. No puedo abrir un segundo frente de batalla. Sigamos así un tiempo, cariño; nos tenemos, nadie se interpondrá entre nosotros; pero ahora es imposible».
Diana no ha podido disimular la decepción. Su mirada se apaga, baja los ojos, parece mirarse dentro, en ese corazón que ya no es de ella. Pero la oleada de cariño barre toda la arena que choca dentro de la onda. De nuevo su mirada se ilumina, detiene mi paso, se coloca frente a mí, en la calle, sube su cabeza y me besa intensamente. Sus labios gruesos, latinos, bellos, carnosos, húmedos y brillantes toman los míos desgastados por el tiempo, acobardados por el desengaño. Saboreo su boca, su lengua suave y pequeña...
De nuevo un reflejo en el firmamento. Un rayo en forma de raíz ilumina la noche. Las entrañas negras rugen otra vez, una cortina de gotas empieza a estallar sobre mi gabardina, en las irregulares baldosas, chocan metálicas en los techos y los capós de los automóviles.
Mi cerebro repite hipnóticamente: «Cariño, no quiero que nos separemos».
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales