El Umbral del Sueño.
Una Reflexión sobre el Descanso y la Existencia
Cuando el sueño apremia, el cuerpo se rinde. No hay poder capaz de mantener activo su desempeño, no hay voluntad lo suficientemente férrea que pueda oponerse a ese llamado primordial. Es una fuerza de la naturaleza que nos recuerda nuestra condición humana, nuestra vulnerabilidad esencial. El cansancio acumulado durante las horas de vigilia cobra su deuda, y nosotros, inevitablemente, debemos pagarla.
No hay nada más placentero y reconfortante que dejarse llevar por esa sensación de abandono. Es una entrega total, una rendición sin batalla. Se pierde todo el control del cuerpo y voy sintiendo con toda claridad cómo, poco a poco, me voy desprendiendo de mi forma física. Primero se desconectan los sentidos externos: la vista se nubla detrás de los párpados cerrados, los sonidos del mundo exterior se vuelven ecos lejanos, el tacto de las sábanas contra la piel se diluye en una sensación difusa. Entonces llega una paz indescriptible, profunda y envolvente, como entrar en un mar de tranquilidad donde no existe el esfuerzo ni la resistencia.
Es como deshilar una madeja de lana, hebra por hebra, hasta que al final no queda nada por deshilar. Cada hilo representa una preocupación, un pensamiento, una tensión muscular que se suelta y se desvanece. La mente, habitualmente bulliciosa y repleta de voces internas, comienza a silenciarse. Los pensamientos que durante el día se atropellan unos a otros ahora flotan sin dirección, sin propósito, hasta que también ellos se disuelven en la nada.
Y en ese último momento de conciencia, en ese instante fronterizo entre el estar y el no estar, toda percepción finaliza y todo desaparece: mi conciencia, mi ser, como si el yo interior momentáneamente dejara de existir. Es una pequeña muerte cotidiana, un paréntesis en la existencia. Ya no hay un registro de nada. No hay frío ni calor que moleste, no hay sonido ni silencio que perturbe, no hay luz, color ni oscuridad que defina el espacio. No hay cercanía ni distancia, no hay arriba ni abajo. Es tan sencillo y tan misterioso como la NADA, sin fin, sin límites, sin forma.
Mientras no estoy, mientras ese yo desaparece en el abismo del sueño, algo extraordinario sucede. Hay un proceso reparador que opera en las profundidades de mi ser, invisible e incansable. El cuerpo trabaja en silencio: las fibras musculares se regeneran, las células realizan su mantenimiento esencial, el cerebro procesa y archiva la información del día. Todas las células vuelven a una actividad calibrada para cumplir su función, reorganizándose en una sinfonía biológica perfecta.
La suma de todas esas actividades microscópicas, de esos millones de procesos celulares coordinados, hace que eventualmente vuelva a la conciencia. El yo regresa, lentamente, como emergiendo desde las profundidades de un océano oscuro. Vuelvo a sentir, primero de manera tenue y luego con mayor claridad. Me doy cuenta de que allí estoy aún, de que sigo existiendo, de que he sobrevivido a esa pequeña muerte temporal.
Y percibo entonces la reminiscencia del descanso cuasi eterno, ese eco de la nada que me habitó durante horas. Llevo conmigo, al despertar, la memoria de haber tocado algo más grande que yo mismo, de haberme disuelto y reconstituido, de haber experimentado el misterio fundamental de la existencia: que somos,
simultáneamente, algo y nada.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales