ROYAL SILVER (2)

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Helena hizo un gesto con la mano, indicando que Carmen la esperara un segundo frente a la entrada del baño. Carmen asintió en silencio, con el corazón latiendo tan fuerte que parecía escaparse por momentos de su pecho. 

Observó cómo Helena desaparecía detrás de la puerta blanca, su vestido amarillo ondeando como un fuego lento. El ambiente del aeropuerto, normalmente tan impersonal, parecía teñido ahora por algo más denso, más eléctrico.

Se llevó los dedos al rostro. Aún sentía el leve roce de los suyos con los de Helena. Eran dedos seguros, firmes pero suaves. Se sentó en uno de los bancos cercanos, tratando de recuperar el aliento. Su piel ardía. Por un instante pensó en marcharse, en perderse entre la multitud… pero algo en ella —ese mismo algo que le había hecho mentir sobre su vuelo— la mantenía clavada allí, esperando el regreso de esa mujer de risa abierta y ojos profundos.

Helena no tardó. Salió con la melena algo revuelta, y Carmen no pudo evitar una sonrisa que le encendió la cara. Helena se detuvo frente a ella.

—¿Lista? —le preguntó con un susurro que parecía querer más que sólo una respuesta.

—Sí —contestó Carmen, sintiendo el calor subirle por el cuello.

El restaurante estaba casi vacío. Se instalaron en una mesa junto a la cristalera. Desde allí, las luces del aeropuerto se reflejaban en los ventanales como estrellas derramadas. Helena pidió vino blanco. Carmen no protestó. Cuando el camarero se alejó, Helena le tomó la mano por encima del mantel sin preguntarle nada.

—No estás aquí por el vuelo, ¿verdad?

Carmen negó con una sonrisa tímida. La otra le acarició los nudillos con la yema del pulgar.

—Sabía que había algo... Te sentí desde el primer momento —su voz bajó una octava, como si hablara para sí misma, o para el interior de Carmen.

El vino llegó. Brindaron en silencio. Carmen notaba cómo cada palabra de Helena la envolvía, la tocaba sin tocarla. La observaba con esa mezcla entre ternura y deseo, como si ya la conociera desde antes, desde una vida anterior.

—¿Escribes tú también? —le preguntó Helena, jugando con la copa entre los dedos.

—No... Bueno, a veces. Cosas sueltas. Nunca algo completo.

—No hace falta que sea completo. A veces, un solo verso contiene más verdad que una novela entera —dijo Helena, inclinándose levemente hacia ella.

Carmen tragó saliva. Sentía cómo la mesa se hacía más corta, cómo el espacio entre ellas desaparecía con cada mirada.

—¿Y qué te inspira? —preguntó Helena, con los labios casi rozando el borde de la copa.

—Ahora mismo… tú —se atrevió a confesar Carmen, y sintió un leve mareo de vértigo y verdad.

Helena dejó la copa. Sus dedos buscaron de nuevo la mano de Carmen, y esta vez la sujetaron con firmeza.

—¿Quieres venir conmigo...? A la sala VIP. Estaremos solas.

Carmen titubeó apenas un segundo. El corazón, sin pedir permiso, ya había respondido por ella. Asintió. Helena se puso de pie, estirando con elegancia el vestido sobre sus caderas, y la ayudó a levantarse. La piel de Carmen vibraba bajo el tacto. Mientras caminaban hacia la sala privada, notaba el leve vaivén de la otra mujer junto a ella, ese calor que parecía fluir como una corriente sutil entre sus cuerpos.

Ya dentro, Helena cerró la puerta con suavidad y giró la llave. El lugar era silencioso, acogedor. Un sofá ancho y mullido les ofrecía un refugio discreto bajo una luz tenue.

—¿Te molesta si me acerco un poco más? —preguntó Helena, ya sin formalidades.

—No —susurró Carmen, pero su voz tembló nerviosa.

Entonces Helena se inclinó. Primero fue el aliento, cálido y perfumado. Después, sus labios rozaron apenas los de Carmen, como una pregunta muda, como una pluma acariciando la piel. Y Carmen respondió con un beso torpe, suave, pero lleno de anhelo, de promesa, de una apertura inesperada.

Los dedos de Helena le apartaron un mechón de cabello tras la oreja. Luego, la caricia descendió por su cuello, rozando la clavícula. Carmen gimió bajito, un sonido que parecía venir de un rincón que no conocía.

Y entonces, todo fue lento, delicado, una danza de pieles, respiraciones compartidas, palabras susurradas. Entre suspiros, risas y el crujido lejano del aeropuerto, las dos mujeres se encontraron sin prisa, como si el mundo entero hubiese sido creado sólo para ese momento.

Y la estilográfica plateada, olvidada por un instante en el fondo del bolso, dormía tranquila.

Esperando otro poema.


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