Hace unos quince días, mi cuñado Óscar me mostró un reloj. No era de esos relojes finos que anuncian en los aparadores con luces frías, pero tenía su encanto: la correa de piel, el brillo sobrio, el peso justo para sentirse en la muñeca sin estorbar. Lo miré con atención y le dije que estaba bonito.
—¿Quién te lo regaló? —le pregunté.
Él sonrió, como quien guarda un secreto de esos que no se deben contar tan rápido.
—Me lo mandó un amigo que vive en Miami —dijo.
Me contó que habían sido compañeros en la preparatoria, hace ya décadas. Me habló de él con cierta nostalgia, pero luego su voz cambió, se volvió más baja, casi un susurro:
—Ese amigo... se metió en un problema feo —añadió—. Mató a un muchacho.
Lo dijo sin adornos, como si relatara una vieja anécdota que ya no duele, pero en sus ojos había una sombra, una mezcla de respeto y temor. Yo lo miré sorprendido.
—¿Cómo que lo mató? —pregunté.
—Sí —me dijo—. Fue en una fiesta. El otro lo golpeó porque bailó con su novia. Dicen que perdió la cabeza. Fue un arranque de ira... y ya ves, un golpe, una mala decisión, y la vida se te quiebra.
Me quedé callado unos segundos. Pensé en lo fácil que se encienden los rencores, y en lo difícil que es apagar la culpa.
—¿Y eso hace cuánto fue? —le pregunté.
—Cuarenta años —me respondió—. Desde entonces se fue a vivir a Miami.
Entonces le pregunté si ese delito no habría prescrito ya.
—Quizás sí —me dijo—, pero lo que no prescribe es la venganza. Los hermanos del muerto juraron que algún día lo encontrarían.
Esa frase me quedó dando vueltas en la cabeza, como un eco.
"Lo que no prescribe es la venganza."
Ayer, fui a una fiesta de quince años. Era de una sobrina lejana, así que no conocía a mucha gente. Me senté en una mesa donde había dos señoras platicando y un joven que me pareció familiar, aunque no recordaba de dónde.
Cuando sirvieron la cena, el muchacho se sentó a mi lado y empezamos a conversar. Me dijo que era de por aquí, que su familia tenía años viviendo en la ciudad. Hablamos de trabajo, del clima, de lo caro que está todo, hasta que de pronto me dijo:
—Quizás conoció a mi papá.
Lo miré curioso.
—¿Cómo se llama tu papá? —pregunté.
Sacó el celular y buscó una foto. Me la mostró. Vi el rostro de un hombre maduro, con bigote y mirada seria, pero no me resultaba conocido.
—No, no lo conozco —le dije—. ¿Cómo se llama?
Me dijo el nombre, y me llamó la atención que el suyo no coincidiera.
—Oye —le dije—, ¿por qué no te llamas igual que tu papá?
Él se rió un poco.
—Porque me llamo como mi tío —me dijo—. Un tío que mataron cuando era joven, antes de que yo naciera.
Sentí una pequeña punzada en el estómago.
—¿Ah sí? —pregunté, intentando sonar casual—. ¿Qué le pasó?
El muchacho se encogió de hombros.
—Fue en una fiesta. Dicen que se peleó con otro porque había bailado con su novia. El otro lo golpeó y... pues lo mató.
Ahí sentí que el aire se me fue. Me quedé viéndolo sin poder decir nada. Mi mente hizo el enlace, como si dos hilos sueltos del tiempo se hubieran encontrado después de cuarenta años.
El asesino, el que había huido a Miami, era el amigo del que Óscar me había hablado hacía apenas dos semanas.
Y el muerto... era el tío de ese muchacho que ahora tenía delante, sirviéndose un pedazo de pastel, sin sospechar nada.
No dije nada. Solo sonreí con educación y le di un golpecito en el hombro. Él siguió platicando, contándome de su trabajo, de que quería irse a Estados Unidos, de que a veces soñaba con conocer Miami, porque allá vive un primo de su madre.
Sentí un escalofrío.
Pensé que, si la vida tuviera sentido del humor, ese primo podría ser el hijo del que huyó.
El mundo, pensé, es un pañuelo lleno de nudos. Cada historia deja un hilo suelto, y tarde o temprano se cruza con otro.
Me quedé escuchando la música, mirando las luces de colores moverse sobre el piso, recordando las palabras de mi cuñado: “Lo que no prescribe es la venganza.”
Pero el muchacho hablaba con una inocencia limpia, ajena a todo aquello. No había odio en su voz, ni rencor heredado. Solo un relato aprendido de oídas, un eco lejano.
Y me pregunté si era mejor así, que el pasado se quedara dormido, sin despertar viejos fantasmas.
Esa noche, al llegar a casa, me quité el saco y me serví un café. No podía dejar de pensar en la coincidencia. En cómo el azar había puesto frente a mí las dos caras de una misma tragedia: el asesino que se escondió y el nombre del muerto revivido en un sobrino.
Saqué el reloj que Óscar me había mostrado días antes; me lo había prestado un rato para que viera el grabado en la tapa. Lo observé de nuevo. No tenía nada especial, pero ahora me parecía distinto. Sentí que pesaba más.
“¿Y si el pasado realmente busca cerrarse?” pensé.
A veces, la vida parece un tablero de ajedrez donde las piezas se mueven solas, repitiendo jugadas viejas, solo que con otros nombres.
Encendí la televisión para distraerme, pero no podía concentrarme. Me quedé mirando el reloj en mi mano, imaginando a ese hombre en Miami, ya viejo, con el mismo reloj en la muñeca, recordando una noche de hace cuarenta años, una pelea absurda, un instante de furia que cambió su destino y el de toda una familia.
Y también imaginé al muchacho, con el nombre de su tío en el acta de nacimiento, sin saber que el tiempo, de alguna manera, lo había traído hasta la misma mesa que un conocido del asesino.
El mundo, me dije, no es grande ni chico: tiene el tamaño exacto de nuestras culpas.
A la mañana siguiente, le conté a Óscar lo que había pasado. Se quedó callado, igual que yo la noche anterior.
—Qué pequeño es el mundo —dijo finalmente, con la mirada perdida.
Luego añadió, casi en un suspiro:
—Ojalá nunca se enteren uno del otro.
Asentí.
Hay historias que deben quedarse en silencio, como ese reloj que sigue marcando las horas, sin importar cuánto tiempo haya pasado desde aquel baile, aquel golpe, aquel error que se llevó una vida y condenó otra al exilio.
Miré el cielo a través de la ventana. Era una mañana clara, de esas que invitan a pensar que todo está en paz. Pero en el fondo, sabía que, en algún rincón del mundo, las sombras del pasado seguían caminando despacio, buscando cerrarse el círculo.
Porque, al final, el mundo sí es un pañuelo… solo que a veces, está manchado con historias que nunca terminan de borrarse.
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