El Muchacho Silencioso

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A veces la vida parece empecinada en golpear siempre al mismo. Eso pensaban muchos al ver a José, un muchacho de trece años que cargaba en los hombros una tristeza tan grande que parecía doblarle el alma. Su madre había muerto apenas un año atrás, víctima de una enfermedad que nadie pudo frenar. Su padre… bueno, era un fantasma que solo aparecía para recordar que no quería ser parte de la vida del niño. Y Laura, la mejor amiga de su mamá, quien se había comprometido frente al féretro a cuidarlo, terminó rindiéndose tres meses después, diciendo que “no podía con él”, que el muchacho la desesperaba, que su silencio era demasiado.

Y así, José terminó viviendo con Mireya, la tía de Laura. Una mujer de sesenta y tantos,  acostumbrada a hablar fuerte, a organizar todo en su casa y a que nadie le hiciera perder tiempo.

José, sin embargo, no pedía nada. No hablaba. No preguntaba. No opinaba.
Simplemente se sentaba en la misma silla, día tras día, mirando algún punto invisible en la mesa, como si solo ahí pudiera respirar sin lastimarse.

A Mireya eso la desquiciaba.

—¡Muchacho! —gritaba desde la cocina—. ¡Muévete! ¿No tienes tarea? ¿No tienes hambre? ¿No vas a decir ni un “buenas tardes”?

Él levantaba apenas la mirada, asentía o negaba con la cabeza, y seguía en silencio.

No era un silencio de rebeldía. Era un silencio de pérdida. De miedo. De alguien que ya no esperaba nada bueno del mundo.

En la secundaria, los maestros estaban preocupados.
—No pone atención —decían—.
—Mira al pizarrón, pero es como si no viera nada.
—Está reprobando todo.
—Tiene aptitudes, pero no las usa.

Algunos compañeros se burlaban de él. Otros lo ignoraban. Solo una niña de su grupo, Marisol, intentó acercarse.

—¿Quieres trabajar conmigo? —le preguntó en una actividad de matemáticas.
Él bajó la mirada y no contestó.
Ella esperó unos segundos, suspiró y dijo: —Bueno, yo hago la mitad y tú haces la otra, ¿sí?

Al terminar la clase, él le entregó su parte impecablemente hecha. No había dicho una palabra, pero había cumplido. Marisol lo miró con una sonrisa suave… y por primera vez en meses, José sintió un pequeñito calor en el pecho.

En casa, Mireya seguía sin saber cómo tratarlo.

—Este niño no habla… —murmuraba a su sobrina por teléfono—. ¡No habla nada! Me trae loca. Yo soy muy práctica, ¿sí? A mí pónganme a cuidar plantas, perros, hasta borrachos del barrio, pero este niño me supera.

Pero había algo que ella no decía:
Le dolía verlo así.
Le dolía verlo tan roto, tan abandonado por todos.

Una tarde, mientras Mireya limpiaba una recámara, encontró una caja de zapatos oculta bajo la cama de José. Sus manos quisieron abrirla… pero algo dentro de ella dijo que no debía. En cambio, llamó al muchacho:

—José, ven acá.

Él llegó con pasos pequeños, como si temiera molestar el suelo.

—Esta caja… ¿es tuya?

Él asintió.
—¿Quieres que la guarde mejor? —preguntó ella con una voz más suave de lo normal.
Él negó.
—¿Quieres que la deje donde estaba?
Asintió.

Mireya la devolvió a su lugar sin abrirla.
Y José… por primera vez, la miró a los ojos.
Por menos de un segundo, sí, pero la miró.
Eso bastó para que a Mireya le temblara el corazón.

—Está bien, hijo —dijo sin pensarlo—. No voy a tocar tus cosas.

La palabra “hijo” le salió sola, quizás porque extrañaba profundamente tener a alguien en casa.

Un día, Marisol se acercó a él en el recreo.
—Van a hacer concursos para la Feria de Ciencias —comentó—. Yo quiero entrar, pero sola no puedo. ¿Quieres entrar conmigo?

Él no respondió.
Ella no insistió.
Pero al día siguiente, José estaba parado frente a ella con una hoja doblada.
Era un dibujo técnico, prolijo y detallado, de una maqueta solar.

Marisol abrió los ojos.
—¿Esto lo hiciste tú?
Él asintió.
Ella sonrió.
—Perfecto —dijo—. Somos equipo.

Ese día, por primera vez, José volvió a sentir algo parecido a ilusión.

Mireya empezó a notar pequeños cambios:
Ya no se quedaba en la misma silla todo el día.
A veces salía al patio por un minuto o dos.
Miraba los árboles.
Estudiaba un poco en las noches. No mucho, pero lo intentaba.

Ella misma cambió también.
Su voz dejó de ser tan dura.
Le empezó a dejar notas pequeñas:
“Hay comida en la mesa.”
“Buen día.”
“Te compré pan.”
Y aunque él nunca contestaba, notaba que las veía.

Una noche, mientras servía café, escuchó pasos detrás de ella. Era José.

—Gracias —murmuró él, casi inaudible.

Ella casi deja caer la taza.
En esa casa nadie decía nada desde que su hijo vivía lejos.

—¿Qué dijiste?
—Gracias —repitió él.

Mireya lo miró como si hubiera visto un milagro.

—De nada, hijo —susurró.

Llegó el día de la Feria de Ciencias.
La maqueta que él y Marisol presentaron era sencilla pero ingeniosa: un pequeño sistema de riego automatizado con energía solar.

Ganaron el segundo lugar, pero para José fue como haber ganado el mundo entero.

Cuando anunciaron su nombre, buscó entre el público.
Y ahí estaba Mireya.
Con los ojos brillosos, aplaudiendo como si ese muchacho llenara el hueco que sentía desde que su hijo vive lejos.

Ese aplauso le entró directo al corazón.

Esa noche, José habló:

—¿Puedo mostrarte algo?

—Claro, hijo —respondió Mireya.

Él sacó la caja de zapatos.
—Ahora sí… puedes verla.

Dentro había fotos de su mamá.
Cartitas.
Dibujos donde faltaba su papá.
Todo su dolor guardado ahí.

Mireya lo abrazó.
Él tembló.
Y por fin lloró.
Lloró como no lo había hecho desde la muerte de su madre.

—Aquí nadie te va a dejar —dijo ella—. Si tú me lo permites… yo quiero cuidarte.

José apoyó la frente en su hombro.
Y por primera vez sintió hogar.

Los meses siguientes fueron distintos:
Subieron sus notas.
Hizo amigos.
Hablaba un poco más.
Y cada tarde entraba a casa diciendo:

—Ya llegué.

Y Mireya respondía:
—Bienvenido, hijo.

Lo decía con el corazón lleno.
Aunque su hijo vivía lejos, la vida le había dado otra oportunidad de querer.

 


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