Cuando la noticia llegó, Lucía no supo qué sentir. No había lágrimas, tampoco alivio. Solo una especie de silencio extraño, como cuando un reloj viejo deja de sonar después de años marcando una hora que a nadie le importaba.
No era una madre lo que había perdido, pensó. Era la sombra de una mujer que nunca supo quererla, que dejó cicatrices donde debía haber dejado manos que sostienen. Aun así, el corazón dolía. No por ella, sino por la infancia que nunca tuvo.
Esa tarde, mientras el sol caía lento, su amigo Andrés llegó sin avisar. Le preguntó cómo estaba y se sentó a su lado, con esa cercanía que no invade, pero acompaña.
—A veces —dijo suave—, no lloramos a la persona, sino a la historia que merecíamos y nunca nos dieron.
Lucía apretó la manta entre sus manos. Era eso. Una despedida rara, un duelo sin nombre. No lloraba a una madre, sino a la niña que había esperado tanto.
—Lo bueno —continuó Andrés— es que esta puerta que hoy se cierra no tiene por qué volver a abrirse. Tú eres mucho más que el dolor que te dejaron.
Afuera, el día terminó de apagarse, pero adentro algo se encendió. Pequeño, tímido, pero real: un espacio para sanar distinto, sin la sombra de aquella mujer sobre sus pasos.
Lucía respiró hondo. El pasado no podía cambiarse ni olvidarse, pero el camino que venía era diferente.....y esta vez, caminaría acompañada, no sola.
Comentarios
COMENTAR









¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales