INTRODUCCIÓN

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                     INTRODUCCIÓN 
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   Teresa había llegado a esa edad en que las mujeres alcanzan una plenitud que los hombres no llegan jamás a alcanzar. Reme la observó con detenimiento y se lo dijo. Eran amigas desde el instituto. Teresa se “juntó” con Ventura y al poco se quedó embarazada, de Toñín; más tarde llegó Ainhoa. Teresa cometió los mismos errores que tantas y tantas mujeres: confundió sus deseos con las tradiciones, la felicidad con la inhibición, el autoengaño con la insatisfacción reiterada. El precio…, el de siempre: la soledad y los embustes frente al espejo circular del baño y, de vez en cuando los autorreproches y la mala conciencia de haberse masturbado y obtener el placer que con Ventura no conoció ni una sola vez… “A ver”, recapacitó; “no” se reafirmó: “ni una sola vez”, concluyó.

Así, conoció a Higini. Era el maestro de Ciencias de Ainhoa, y ambos se conocían de varios cursos atrás. Teresa distinguía con precisión “conocerse” de “conocer”. La tarde de verano del año anterior se encontró con Higini en la biblioteca del barrio. Ella fue a devolver el libro de Sylvia Day y lo vio, sentado, como absorto junto al ventanal que daba a la arboleda del estanque. Su barba desarreglada mostraba claroscuros al reflejarse en el cristal. Ese día, esa tarde, en esa hora Teresa empezó a ser Teresa sin saberlo todavía.

Abandonó vacilante la repisa del mostrador. Adela, la funcionaría se despidió con su sonrisa habitual y sus carrillos encarnados. Parecía más guapa, se dijo Teresa; aunque también la biblioteca se veía con otra luz y otro aroma entre los anaqueles de los pasillos. Vaciló. Un pie se negaba a arrancar delante del otro. Los dientes inferiores mordieron el labio superior. El nudo en la garganta. La sequedad en la lengua. El pulso acelerado… aquella sensación de temor y de fuego. El leve temblor en las piernas. Sin darse cuenta ya estaba volviendo sobre sus pasos. Adela no se percató. Torció al lado derecho. “¡Qué locura!, se dijo a sí misma y a su calor interior, tórrido, húmedo, avergonzante, impuro, reprobable….

—Ah, hola —le dijo él al darse cuenta de su presencia a su lado. Estaba sorprendido y en su mirada se leía que estaba algo confuso. Se levantó con algo de torpeza.

—Me pareciste tú.

Ambos sonreían. Ella, sin poder controlarlo, ruborizada. Él le tendió la mano a modo de saludo. Ella se acercó y puso sus mejillas. El silencio embarazoso. Nuevas sonrisas.

—He venido a entregar un libro —Él se sujetó el aro de sus gafas tipo John Lennon y miró alrededor—. Oye, ¿qué estás leyendo?

—Ojos de seda —le mostró la cubierta. Sí dedo medio estaba entre las páginas, a modo de marcador de página—, de Francoise Sagan.

—No me digas… ¡Eres un romántico! («¿Por qué he dicho esto?»)—. En sus mejillas el rubor era tan encendido que se veían encarnadas. Él se dio cuenta y su embarazo creció. Instantáneamente se echó a reír—: Ya ves, ja,ja,ja.

—¿Ainoha, bien?

—Sí, sí…Está muy contenta con las clases, y contigo.

Él se encogió ligeramente.

—Gracias.

—Bueno, te dejo tranquilo con tu lectura. —Volvió a acercar la cara. Higini la besó tan torpemente como antes. Teresa se dio la vuelta y fue hasta la puerta. Una mano se adelantó. ( «¿Cómo llegó hasta aquí tan veloz?», se dijo Teresa). Le abrió la puerta.

—Pensaba —dijo Higini tímidamente— si… ¿Quieres tomar un café? Yo también me iba ya.

—Claro.

—Tres calles más allá —señaló con el lomo del libro— está el Dédalo, ¿lo conoces? La tomó suavemente, sin exigencias, cortés, como si se conocieran íntimamente; como si lo hubieran hecho cientos de veces.

Las dos horas transcurrieron tan rápidamente que, de no ser porque el café se estaba quedando vacío, Teresa no se habría percatado del tiempo pasado. Hablaron de libros y de las historias de sus lecturas, de paseos por la orilla de la playa, de los atardeceres rojizos, de las lejanas historias de su niñez… Ninguno de los dos sabía cómo prolongar la compañía ni cómo (no querían) decirse adiós (lo sentían como algo extrañamente doloroso). Fue finalmente él quien se levantó:

—Voy a pagar.

—No deja, te invito.

—De ninguna manera: te invité yo.

Salieron a la calle. Allí se quedaron un momento mirándose a los ojos. Ojos brillantes. Cercanía. Lo inesperado. Aquella sensación; aquella necesidad. «¿Qué voy a hacer?», se decía Teresa.

De camino, bajo un estrelladísimo cielo, volvió a interrogarse a sí misma: «¿Y él?»

Teresa no tuvo respuesta. Solo el latido, ese tambor desobediente que llevaba días queriendo romperle el pecho. Higini caminaba a su lado, sin rozarla, pero Teresa sentía su piel como si fueran dos imanes recién descubiertos. Al llegar a la esquina donde debían separarse, él se detuvo. No dijo nada. Sólo la miró, como se mira a quien se reconoce sin haberla visto nunca. Teresa sintió que el mundo entero se quedaba suspendido en ese gesto mínimo, como si una respiración equivocada pudiera desbaratarlo todo.

—Teresa… —susurró él, sin terminar la frase. 

Ella supo, en ese instante, que todo lo que había callado durante años, su cuerpo, su hambre, su verdad, se encendía al fin. No pensó en Ventura, ni en los niños, ni en el espejo empañado del baño donde tantas veces había escondido la vergüenza de su deseo. Sólo pensó en su nombre en los labios de Higini, en la forma en que su voz la desnudaba sin tocarla. 

No quiero volver a casa aún, dijo ella, casi sin voz. 

Un destello atravesó los ojos de él: sorpresa, miedo… y una alegría contenida, febril. 

Entonces.... caminemos un poco más. 

Caminaron. No importaba hacia dónde. El cielo, las farolas, la noche entera parecía empujarles a su paso. Teresa sintió que cada paso que daba por aquella calle empedrada la arrancaba de su vida anterior, como si se estuviera despojando de una piel vieja, como un reptil con muda nueva, dejando a su paso la coraza que ya no le servía. 

Poco a poco el silencio se transformaba en tensión, en deseo incontenible. Entonces Teresa lo miró. Él se detuvo. El aire entre ambos se tensó como una cuerda a punto de romperse. 

Higini —susurró—, ¿qué hacemos? 

Él tragó saliva. Dio un pequeño paso hacia ella. Y, con una dulzura que la desarmó por completo, dijo: 

Lo que llevamos demasiado tiempo negando. 

Teresa cerró los ojos. Y por primera vez en muchos años, dejó de tener miedo. 


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