ERA HERMOSA
Es como la otra vez, se dijo Janek con la cabeza dándole vueltas. Alrededor de él, la noche era como un manto de ébano, salpicado de inestables lucecitas distantes a una inconmensurable distancia para su mente. De nada servían para hacerle de guía en el camino.
El nudo en la garganta, el tambor del corazón en el pecho, el aturdimiento y las palabras repetidas una y otra vez en su cabeza, parecían querer volverle loco.
Otra vez. No puede ser... ¡Otra vez! Elevó la linterna para conseguir una prolongación rectilínea mayor. El arco de luz alcanzó los cuarenta metros. Matojos cenicientos en un túnel negro. Es igual que la vez anterior. Se le torció el pie por culpa de una topera abandonada y polvorienta. Maldijo. Aquí debería estar la bifurcación..., pero no está. ¡No está!, se repitió.
Finalmente, empezó a admitirlo: me he perdido, como la vez anterior; pero, no puede ser: conozco este camino como la palma de mi mano. Miró a su alrededor y todo le pareció igual. Se desazonó y empezó a culparse. ¿Cómo saldré de aquí? Luego se habló a sí mismo: No te preocupes, será igual que la otra vez: de repente encontrarás el sendero o te despertarás, porque ¿es un sueño, verdad?
—¡Caminante! —La voz era suave pero firme—. ¿Qué haces aquí?
Janek dio un salto y la linterna de balanceó trémula.
—Yo... —las palabras le eran familiares, repetidas.
—Te has extraviado, ¿verdad? Aquí no viene nadie por la noche. Este es un delta arenoso.
—No se cómo... —comenzó a farfullar confuso.
Enfocó el lugar del que venía la voz. Unos cuarenta años, cabello largo, ojos claros, descalza, con una camisa blanca fuera de los tejanos. ¿Cómo no había visto el haz de luz de la linterna que lleva en la mano?
—Aquí no viene nadie —repitió. Esta vez sonó como una advertencia— Es de noche.
—Perdona, voy a Longblum y confundí el camino —Empezó a caminar hacia el lado, apartándose, sin dejar de observar a la mujer.
—¿Tú te has perdido también? ¿Podrás regresar sola? —Ella iluminaba sus propios pies con su linterna. Estaba descalza, su camisa blanca estaba desajustada; era hermosa, sus cabellos parecían una ola espumosa, su mirada penetraba en la carne, alcanzaba el tuétano de los huesos. Era hermosa. Dos pequeños promontorios oscuros se marcaban bajo la camisa, a ambos lados, paralelos. Sí, era la mujer más hermosa que había visto, ¿en sueños? Janek recorría aquella ola de espumas, el cabello en revuelta cascada, hasta la camisa blanca.
—Claro —rió la mujer— Abajo está mi casa. Puedes pasar la noche en el porche. Mañana podrás encontrar el camino.
Lo mismo y las mismas palabras. Como la vez anterior. ¿Por qué? ¿Cuándo empezó?
La mujer extendió la mano. Janek se estremeció. No era miedo: era otra cosa, como un centelleo eléctrico, cálido; estrechaba su pecho, bajaba por su abdomen, se balanceaba en las piernas. Había ternura en su corazón. El cabello de ola, la mirada que alcanzaba el más allá de lo físico. Los pies, descalzos sobre la hierba...
El contacto era tibio. Los dedos blandos pero firmes se estrecharon; constituyeron una sola mano, un solo latido en las muñecas, sincrónico, ralentizado.
Janek conocía el camino. Era el de la vez anterior. No la veía, pero podía dibujar la casa junto al estanque, los castaños y las rosaledas. A cada paso, el doble haz de luz bailaba delante de ellos. Los pasos de la mujer eran amortiguados por la acolchada hierba. Janek, cogido a su mano, conocía el camino. La cerca larga y carcomida. Más allá, la arboleda fue disminuyendo. Se veía el tejado de ramaje, la piedra desnuda, el porche (él lo sabía: no dormiría en el porche), los nidos artificiales colgando de los anclajes de soga...Todo tan familiar.
—No te quedes ahí, pasa.
Janek sin soltar la mano acariciadora se quitó los zapatos. Apagó la linterna y aspiró la fragancia de la estancia.
Tampoco ella se soltó de la mano de él, se volvió sonriendo y tiró de él.
La alcoba estaba iluminada por dos candiles cuya llama bailaba a cada paso de ellos. «¿Quieres?», le dijo. Él la abrazó y entrecerró los ojos. Como la vez pasada. Olió sus cabellos de marea. Estrechó los pináculos bajo la camisa blanca. Era hermosa. Luego le acariciaría los pies, fríos, los deditos, los tobillos, la lisa planta del pie, la colina del empeine...
Ella se desnudó en silencio. Janek admiró las formas curvas, la sombra musgosa y triangular bajo la suave colina pálida, los parejos frutos rosados. Ella le volvió a mirar, esperando. Janek se desnudó a su vez. Ella esperaba. Alargó los brazos hacia la distancia qué los separaba. Janek suspiró, entornó los ojos: «Esta vez, sí; que no sea como la anterior»
Katryna sintió que le faltaba el aire. Abrió los ojos y apretó con tristeza y ansiedad los labios otra vez, huida la esperanza. Tenía los muslos apretados, entre ellos, la mano seguía su lentísimo recorrido circular. De nuevo el sueño. Otra noche. Sintió rabia y despecho. Tal vez..., tal vez la próxima vez el sueño no sea soñado, sino la continuidad de la vida.
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