A las ocho cada tarde

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Durante la primera semana de confinamiento decretada por el Gobierno de nuestro país, el desconcierto se apoderó de la mayoría de la gente. Todos entendían que estábamos en riesgo. Todos sabían que existía un virus que se transmitía de persona a persona. Pero nadie tenía ni puta idea de lo que ocurría en realidad. Yo no lo entendí hasta que conocí al vecino del cuarto.

Era el segundo sábado de marzo y la tarde estaba fresquita. A pesar de vivir en un sitio de costa, la temperatura calaba un poco en mis escurridos huesos. Al abrir la puerta de mi escueta terraza (más conocido como balcón, pero me hacía ilusión pensar a lo grande), mi primera intención fue volver a cerrarla de golpe y dedicarme a otras cosas más interesantes como ver una peli de Netflix o conectarme a internet a buscar un poco de porno desahogado. Finalmente, me armé de valor y, enfundándome la chaqueta de piel habitual de mis paseos mañaneros en tiempos de paz, salí y comencé a aplaudir al aire. Escuchaba sonidos a izquierda y derecha. En un momento determinado, la voz estridente de un niño de unos ocho o nueve años de edad, gritando “VIVA ESPAÑA” me hizo conocer a mi vecino del cuarto. Supuse que andaría en torno a los cincuenta años, más o menos, pero sin llegar a cumplirlos todavía. Su escasez de pelo y una muy bien perfilada barba con algunas canas de adorno así me lo hicieron indicar. Minutos después sabría el porqué de esa imagen. De cuerpo bastante delgado, pero con un tono de piel lleno de vida, salió mi vecino con una bata color marrón, abrochada casi hasta el cuello y, sobre todo, con el entusiasmo de un chiquillo, a romperse las manos aplaudiendo. No dejó de hacerlo mientras me miraba y sonreía a la vez. Yo solía huir de la gente, pero tenía la correcta costumbre de saludarlos con la mayor amabilidad posible, cuando te miran a los ojos. Y más si esa mirada va acompañada de una amplia y sincera sonrisa. Porque lo era. Los gestos de aquel hombre me parecieron los más honrados que había visto en toda mi vida. Durante unos incómodos segundos no cruzamos palabra alguna. Ambos parecíamos deseosos de romper el hielo, pero, como sucede en la mayoría de las ocasiones, no sabíamos cómo hacerlo.

- Buenas tardes, vecino. ¿Ha aplaudir un poco?

- Pues sí. A ver – respondí con resignación – Como todo el mundo.

- Ni todo el mundo aplaude igual ni todos tienen el mismo motivo.

 

En ese momento no supe que respuesta dar. Siempre había presumido de elocuente, pero me encontraba en una especie de trampa en la que todo lo que sucediera después parecía depender únicamente de mi respuesta.

- Se supone que todos aplaudimos por lo mismo, ¿no?

- No tiene porque – respondió mientras aplaudía a una anciana mujer que se había asomado a un balcón del bloque de enfrente – Cada cual tiene sus preferencias. Lo importante es la unión de todos los aplausos.

- ¿Aplausos unidos? Que expresión más curiosa.

 

El vecino del cuarto dejó de aplaudir, pero no perdió la sonrisa de su rostro en ningún momento. Se giró hacia mí y con una expresión muy cercana, me dio una explicación que era una mezcla de enseñanza para tontos y sentencia imposible de rebatir. 

- Claro que sí. Al tener un motivo superior a otro para aplaudir, conseguimos que nadie se quede sin aplausos. Sanitarios, policías, bomberos, butaneros, dependientes de supermercado. La unión de los aplausos les alcanza a todos.

¿Qué podía decir ante un razonamiento tan contundente? Me pareció la reflexión más inteligente que había oído en toda mi vida. Pero mi juventud y mi rebeldía necesitaban saciarse con una respuesta vacía, por lo que continué intentando arrancársela al vecino del cuarto.

- Al menos, esto también sirve para tener menos sensación de encarcelamiento, ¿no le parece? – dije, con mi habitual gracejo – Un poco de aire para poder llevar esto de mejor manera.

 

El vecino del cuarto volvió a mirarme sin cambiar ni un ápice de su gesto y, lo más importante, sin abandonar la sensación de amabilidad y honradez que transmitía en todo momento. 

- ¿Encarcelamiento, dices? – dijo para, posteriormente, soltar una leve carcajada - ¿Piensas que esto es estar encarcelado?

- Lo pienso yo y lo piensan todos.

- ¿Sabes cuándo pensé yo como tú? Cuando hace un año me diagnosticaron cáncer y, a lo largo de 2019, tuve que pasar, aislado en una habitación de hospital, algo más de cien días.

 

De nuevo, sin respuesta. Me estaba desarmando por momentos. Lo más curioso es que no transmitía ningún tipo de acritud hablando de su enfermedad. Ni siquiera reproche. Al contrario. Era algo más informativo y anecdótico que otra cosa. Por otro lado, yo tenía la sensación de que la mitad de mi se quedaba en el exterior y el resto entraría al apartamento para contemplar como mi cuerpo desmembrado se desvanecía por la atmósfera. Mi vecino del cuarto se inclinó hacía mi balcón, pareciendo hacer intención de alcanzarlo. Yo hice lo propio, como si ambos pudiéramos hablarnos oído con oído.

- Y tras lo cien días de hospital, no tuve más remedio que pensar que había gente que estaba mucho peor que yo.

- ¿Y cómo se encuentra ahora?

- Te agradezco la preocupación, pero, para serte sincero, eso ahora no toca. Cada momento tiene su gracia, su actitud y su respuesta. Y este sirve para esto. Para que demos las gracias a los que nos ayudan desinteresadamente y, también, para que los vecinos nos conozcamos y sepamos que estamos ahí al lado.

 

Por suerte para mí, fue la última respuesta que me dio aquella fresca tarde del mes de marzo. Tras hacerlo, esgrimió una nueva sonrisa y se despidió, no sin indicarme que ya sabía dónde estaba para lo que necesitara. Yo asentí, con una sensación honesta. Mi respuesta era sincera y mi ofrecimiento aún más. Varías fueron las tardes de aquel famoso confinamiento que compartimos mi vecino del cuarto y yo en aquellos balcones, cada vez con más temas de conversación. Aquellos minutos se convirtieron en los más emocionantes que pasaría en mucho tiempo. Advertidos de que el confinamiento iba para largo, las reflexiones de aquel individuo me hicieron comprender el valor de las cosas pequeñas de la vida y, sobre todo, saber con exactitud porque y por quien salía a aplaudir al balcón cada día a las ocho de la tarde.

Unas tres semanas después de habernos conocido, faltó una tarde a nuestra cita diaria. Días después, mi ilusión por volver a charlar con mi vecino se convirtió en tristeza al enterarme que había fallecido. Tenía cuarenta y siete años y toda una vida por delante. Me apenó, sinceramente. Pero, para poder encontrarle sentido a esa pena que me invadía, siempre me acordaré de las palabras simples que, sin embargo, tenían un contenido al que encontrarle una explicación más que aceptable. Aquellas palabras que aprendí de mi vecino del cuarto. Aquello que supe apreciar a las ocho cada tarde.


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