Si Algo Me Pasa

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El día que encontraron a don Ramiro con un balazo en el pecho, la ciudad entera despertó con el mismo rumor: no apareció el arma. Era el dueño de una de las familias más ricas y respetadas del lugar. Padre de tres hijos mayores de cuarenta años: Alejandro, Hernán y Laura. Nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pero la sospecha flotaba: aquello no parecía suicidio.

Las cámaras mostraron la casa vallada, patrullas, cintas amarillas. Por televisión, los hijos aparecieron juntos. Alejandro, impecable, con voz fría; Hernán, inquieto, incómodo; Laura, serena pero tensa, con los ojos abiertos como quien espera una tormenta que aún no cae.

Días antes, el padre había discutido fuerte con los hijos varones. Se decía que iba a cambiar el testamento, que había descubierto movimientos turbios en la empresa y que estaba decidido a poner orden… aunque eso significara enfrentarlos. A Laura se lo insinuó en privado:

—Cuando el dinero se vuelve dios, hija, hasta la sangre estorba.

Ella no entendió del todo. No imaginó cuánto.

El escándalo verdadero comenzó después del entierro. Ernesto, amigo de confianza de don Ramiro, llegó a una televisora con un USB. Al reproducirlo, el país se detuvo.

Don Ramiro aparecía en su despacho, cansado, grave, pero decidido:

—Si están viendo esto, es porque algo me pasó. O a mí, o a mi hija Laura. Y si sucede, quiero dejar claro que los responsables serían mis hijos Alejandro y Hernán…

El video terminó diciendo que no buscaba venganza, sino verdad. Que no quería que su hija quedara sola entre lobos.

La ciudad estalló. Rumores, debates, acusaciones. Alejandro gritó a la prensa que el video estaba fuera de contexto, que su padre no estaba bien de la cabeza. Hernán apenas podía sostener la mirada. Laura se quedó en silencio, comprendiendo de golpe que su padre había visto venir algo terrible.

La presión obligó a reabrir la investigación. Volvieron a analizar la escena. No había arma. No había señales claras de lucha. Solo demasiada perfección en una casa donde alguien se había desangrado.

Una cámara interna captó algo antes ignorado: una sombra cruzando el pasillo minutos después del disparo. Una sombra con un leve arrastre en la pierna derecha. En la ciudad, todos sabían quién caminaba así: Hernán, desde un viejo accidente de moto.

Lo citaron. Alejandro llevó abogado. Hernán intentó sostenerse, pero el peso lo dobló.

—Sí… yo estuve ahí esa noche.

Confesó que discutieron. Que su padre les dijo que los sacaría del testamento, que denunciaría fraudes. Que el ambiente se llenó de miedo, orgullo y rabia. Que don Ramiro sacó el arma primero, que él trató de quitársela, que se disparó. Y que, desesperado, la tiró a la cisterna del jardín.

Alejandro lo miró con furia contenida. Su plan de control se desmoronaba. Laura escuchó inmóvil. No fue un asesinato planeado, pensó. Fue algo peor: una mezcla de ambición, cobardía y miedo.

La ciudad se dividió. Unos creyeron que fue accidente. Otros, crimen disfrazado. El proceso fue largo. Peritajes, audiencias, abogados. Al final, la justicia llegó incompleta, como casi siempre: Hernán recibió condena; Alejandro fue señalado por fraude e inhabilitado. Ninguno terminó destruido del todo. Ninguno quedó limpio.

Laura no heredó una fortuna inmensa. Heredó algo más pesado: la verdad. Y también algo inesperado: la certeza de que, a su manera dura y tardía, su padre sí había intentado protegerla.

Mucho tiempo después, fue al panteón. Dejó flores sencillas sobre la tumba de mármol.

—No fuiste perfecto, papá —susurró—. Pero al final sí me cuidaste.

Se sentó, dejó que las lágrimas salieran al fin, y entendió que la verdadera herencia no eran empresas ni propiedades, sino una advertencia escrita con sangre: cuando la ambición manda, la familia deja de ser refugio… y se convierte en peligro.


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