Por Querer Estar Donde No Somos
Por El Conta
Enviado el 20/12/2025, clasificado en Reflexiones
58 visitas
Ulises siempre decía que la pobreza no era vergüenza mientras hubiera dignidad y trabajo. Él y su esposa, Clara, vivían en una casita pequeña al oriente de la ciudad, con paredes de block sin terminar de pintar y un techo que en tiempos de lluvia goteaba por una esquina. No les sobraba nada, pero tampoco les faltaba amor, y eso, en palabras de Ulises, era “lo único que de verdad importa”. Sin embargo, como sucede a veces en la vida, el mundo se encargó de ponerlos a prueba.
Ulises trabajaba en una empresa grande, de esas donde los dueños viven en otro mundo: autos lujosos, casas enormes, viajes, ropas elegantes. Sin embargo, su patrón siempre lo trató bien y ese año decidió invitar a todos sus empleados a la posada de fin de año en su residencia. Cuando Ulises recibió la invitación, sintió primero orgullo, pero después un nudo en el estómago: ¿cómo iban a presentarse él y Clara en un ambiente tan elegante sin nada que ponerse?
Esa noche, mientras cenaban frijoles con tortilla, Ulises le dijo:
—Nos invitaron a la posada de los jefes… Tenemos que ir, Clara. Es importante. No es solo fiesta, también es respeto, es quedar bien. Pero quiero que te veas como lo que eres para mí: la mujer más hermosa. Renta un vestido, uno bonito… y pídele a tu amiga Leticia esa gargantilla que siempre trae en las reuniones. Te verías preciosa.
Clara lo miró con una mezcla de ilusión y preocupación. Ella siempre había sido sencilla y nunca había necesitado lujos para sentirse bien, pero entendía la importancia que Ulises le daba a la ocasión. Así que al día siguiente fue a ver a su amiga Leticia, una mujer de familia rica, elegante, siempre impecable.
—Claro que te la presto —dijo Leticia con una sonrisa amable mientras abría una cajita aterciopelada—. Te va a lucir mucho, Clara. Disfrútalo, que también mereces sentirte especial.
Clara la tomó con cuidado, sintiendo el peso de la joya en sus manos, no solo físico, sino moral. Era brillante, hermosa, parecía cara, demasiado para alguien como ella. Pero aun así sonrió, agradecida.
Llegó la noche de la posada. Clara se miró al espejo con el vestido rentado, azul profundo, la gargantilla resplandeciendo en su cuello, el cabello peinado como nunca. Ulises no pudo evitar emocionarse.
—Mira nada más… digna de alfombra roja —le dijo bromeando, aunque en realidad lo decía en serio.
La casa de los patrones era enorme, iluminada, llena de gente bien vestida, risas, música suave y mesas largas con comida que ellos pocas veces podían darse el lujo de probar. Desde que entraron, los dueños se sorprendieron por la elegancia de Clara y el porte digno de Ulises. Bailaron, rieron, platicaron. Por unas horas olvidaron su realidad. Ulises se sintió orgulloso de ella, de ellos, de creer que poco a poco la vida quizá podría mejorar.
Al final de la fiesta, salieron apresurados para alcanzar un taxi, porque ya era tarde. El frío los obligó a caminar rápido y Clara subió al coche sin darse cuenta de que, entre el movimiento, la gargantilla había resbalado silenciosamente y caído al suelo.
A la mañana siguiente, cuando Clara fue a guardar la joya para devolverla, sintió que el corazón se le paralizaba. Revisó bolsos, el vestido, el suelo, la cama, la mesa… nada. Ulises buscó por la casa, revisó el camino, preguntó a los vecinos si habían encontrado algo. Fueron incluso hasta la calle cerca de la casa de los patrones, pero era inútil. La gargantilla había desaparecido.
El miedo se apoderó de Clara.
—¿Cómo voy a mirarla a la cara? —decía llorando—. Nos la prestó confiando en mí.
Ulises sentía un nudo en el pecho. No quería que nadie pensara que eran irresponsables, mucho menos ingratos. Decidieron entonces lo impensable: comprar una igual.
Fueron al centro de la ciudad, caminaron tienda tras tienda hasta encontrar una casi idéntica. El precio era brutal para ellos, más de lo que ganaban en meses. No tenían ahorros suficientes, así que pidieron préstamos. Uno pequeño con la tienda, otro con un conocido, y otro más con un banco de interés altísimo. Firmaron papeles con manos temblorosas, pero se convencieron de que estaban haciendo lo correcto: proteger su dignidad.
Al entregar la gargantilla, Leticia la recibió sin sospechar nada. Sonrió, dio las gracias y la guardó sin más.
Desde ese día, la vida de Ulises y Clara cambió, pero no para mejor. El préstamo se convirtió en una sombra permanente sobre sus hombros. Cada mes parecía una carrera cuesta arriba para cubrir los pagos. Dejaron de darse pequeños gustos, vendieron cosas, trabajaron más horas. Clara dejó de comprar ropa para ella, Ulises renunció a cualquier descanso. Poco a poco, el cansancio se les fue marcando en el rostro. La sonrisa que antes tenían, aun en la pobreza, empezó a borrarse.
Pasaron años así. Diez para ser exactos. Diez años pagando una deuda que había nacido de una noche que debía haber sido feliz. Diez años donde su juventud se fue apagando. Donde su casa seguía humilde, pero ahora además cargada de una tristeza constante.
Un día, ya casi terminando de pagar el último tramo del préstamo, Clara se encontró con Leticia en la calle. Su amiga la saludó alegremente, pero al observarla con detenimiento frunció el ceño.
—Clara… te veo muy cambiada. ¿Qué te ha pasado? Pareces cansada, más delgada… como si la vida te hubiera estado golpeando mucho.
Clara sintió que algo se quebraba dentro de ella. Talvez por el cansancio acumulado, tal vez porque por fin necesitaba soltar ese secreto que había cargado tanto tiempo. Tomó aire y le contó toda la historia: la posada, el taxi, la pérdida, la compra desesperada, el préstamo eterno.
Leticia escuchó en silencio, y cuando Clara terminó, sus ojos no eran de enojo… sino de sorpresa profunda y tristeza.
—Clara… —dijo suavemente— esa gargantilla… era de fantasía. No valía casi nada. Yo la compré en una tienda de accesorios porque me gustaba cómo brillaba, no porque fuera cara. Si me la hubieras dicho, te habría dicho que no te preocuparas.
Clara se quedó inmóvil. Sintió que el mundo se detenía. Todo ese sacrificio, todas esas noches sin dormir, todas esas deudas… por algo que no tenía valor. Apretó los labios, sintiendo lágrimas quemándole los ojos. Leticia la abrazó, comprendiendo que el golpe no era solo económico, era moral, era el peso de la vergüenza, del miedo, de la apariencia.
Aquella tarde, cuando Clara se reunió con Ulises para contarle, él se quedó callado un buen rato. No gritó, no lloró. Solo miró al horizonte como si estuviera viendo los diez años que se les habían escapado entre los dedos.
—Nos enseñó algo —dijo al final—. Que a veces el mayor peso no es la pobreza, sino el miedo a que los demás vean quiénes somos. Y ese miedo puede costarnos demasiado.
Desde entonces, aunque siguieron siendo humildes, aprendieron a caminar más ligeros. Y aunque el recuerdo de aquella gargantilla dolía, también se convirtió en una lección profunda: la dignidad nunca estuvo en el brillo del cuello, sino en el corazón con el que siempre habían enfrentado la vida.
Comentarios
COMENTAR









¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales