Un buen motivo

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Andrea López Zanón.- El día había empezado con mal pie. Se había despertado empapado en sudor por culpa de una seta asesina que lo perseguía en un sueño, y no había sido capaz de abrir los ojos a tiempo para darle su billete de partida al subconsciente, o a esa parte escondida en la que viven las pesadillas. Se había levantado de un salto y había visto con resignación el despertador. Comprobó sin sorpresa que, una vez más, se había dormido. Sin ninguna prisa, y mirando por las esquinas de la habitación por si aquella enorme seta todavía lo espiaba, se vistió con su ropa de obrero, electricista, fontanero, técnico y pluriempleado de la construcción con aspiración al puesto de puteado del mes para acudir una mañana más a su apacible trabajo.

 

Las horas pasaron lentas entre el cemento y el hormigón, entre los gritos de los demás obreros y algún canturreo despreocupado del encargado, que pasaba tranquilo y tirano comprobando que sus órdenes eran cumplidas por sus esclavizados súbditos.

Héctor ya no podía más. No sabría contar las veces que había imaginado mil formas de empujar por el semi construido balcón a aquel hipócrita empresarucho con complejo de estrella del negocio, no sabría describir las ganas que tenía de coger sus alicates y arrancarle uno a uno los cuatro pelos engominados que se asomaban por su cutre calva, no sabía… bueno, sí sabía, pero cuando su instinto asesino cobraba fuerza intentaba pensar en cosas agradables, en escapadas espontáneas a parques naturales, en…

 

“¡Tú, el de las greñas! Baja al bar de Antonio y tráeme el café, esta vez invitas tú”

 

“Valiente hijo de… ¿Quién te crees que soy, tu chacho? ¿Por qué no me dejas en paz y te pides tú el cafecito calentito, a ver si con un poco de suerte se te cae encima y te cambia esa cara de orco que tienes?” le hubiera gustado decir; pero, en cambio, se limitó a asentir con la cabeza, a sacudir sus manos polvorientas, a buscar entre sus bolsillos algo de calderilla y a salir en busca de un buen café para su querido jefe.

 

A cada paso que daba lamentaba no haber llevado consigo algún tipo de laxante para servir como aperitivo en su nuevo papel de camarero, pero, de nuevo, decidió pensar en aquellas escapadas a parques naturales y en aquellas cosas agradables.

 

De poco servía. Mientras pedía aquel café, sentado en un taburete frente a la barra, no podía dejar de mirar a través de la puerta. Los coches pasaban rápido por aquella avenida; y, la gente, arrogante y taciturna, caminaba mirando al suelo sin importarle qué podía encontrar  a la altura de sus ojos. Estaba harto de aquella ciudad, de dedicar su vida a algo que detestaba, de levantarse cada mañana sintiendo que el tiempo pasaba cuando él ni siquiera tenía un destino claro, un billete de ida, una estación adjudicada. No… ya no podía más.

 

Miró sus jóvenes manos destruidas por el peso del trabajo. Estaban arrugadas, ennegrecidas y rodeadas de heridas. Lejos quedaba la textura suave y fina de su piel, la energía alentadora que siempre parecía brotar de su cuerpo, la esencia de su propia persona. Sintió la necesidad de salir corriendo, de alejarse de todo lo que destruía sus alas. Fue entonces cuando entendió que lo que veía en realidad era un reflejo de su vida… una vida que se iba apagando, llena de cicatrices y fisuras mal curadas, vacía de vitalidad y repleta de silencio.

 

Cuando el camarero se dio media vuelta con el café preparado, Héctor ya no estaba allí. En un  grito invisible de auxilio había decidido salir corriendo de aquel bar. Necesitaba regresar a casa. Necesitaba encontrarse con lo único que conseguía que se sintiera vivo de nuevo… Ella.

 

Las calles parecían hacerse cada vez más estrechas,  la ansiedad que se adueñaba de su pecho se deslizaba hasta sus piernas y le hacía todavía a más velocidad. Nada podía pararlo, la inquietud por tenerla de nuevo entre sus brazos era demasiado grande. Por fin llegó.

 

Al entrar en su habitación la vio sentada, como cada mañana, sobre aquel sillón de terciopelo. Un rayo de sol que se colaba juguetón por la ventana acariciaba su piel castaña y llegaba hasta los ojos de Héctor que, plantado en el umbral de la puerta, respiraba fatigado y mostraba una de sus mejores sonrisas.

 

No vio el momento de acercarse y rozar con sus manos de obrero su lisa textura. Ella le devolvía la mirada con una dulzura que conseguía estremecerlo, llegando a cada recoveco de su cuerpo, adueñándose de cada parte de su alma. La sentó encima de sus piernas y por un momento deseó que el tiempo se detuviera. Su olor le recordaba a la madera húmeda, a la lluvia que cesa para enseñar el arcoíris, a las alas del artista que despegan hacia la esfera que él mismo se crea.

 

Con un movimiento suave y delicado, abrazó su cuerpo y se dejó llevar por el ritmo de sus cabellos.

 

“Por fin volvemos a estar juntos”

 

Una conmovedora y armoniosa voz fue su respuesta. La atmósfera se llenó de notas musicales que embriagaban a Héctor. Sus manos endurecidas se convertían en aire y bailaban al son de la música que ella le ofrecía.

 

Los bastos gritos de sus compañeros de trabajo, la prisa de la gente y la soledad de su mirada se desvanecían al mismo ritmo que crecía el genio que él llevaba dentro. Nada importaba.

 

 

Solo él y su guitarra.


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