Hablando sola

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Andrea López Zanón.- Hace unos meses me mudé a otro piso. Necesitaba aires nuevos, gente nueva, y con algo de suerte un poco de vida social.  Pensé que cambiar de barrio, de compañeros y de atmósfera me ayudaría a revitalizar mi rutina. Setenta días, doce horas y quince minutos después me doy cuenta de que sigo siendo la misma pringada de siempre.

Cuando llegué a mi nuevo piso sentía un hormigueo en el estómago, una inquietud constante. Quería organizar mis cosas, tenerlo todo bien limpio, hacer ver a mis nuevos compañeros que soy una chica legal, e higiénica, y sobre todo establecer lazos con ellos, hacer que dejaran de ser desconocidos para mí.

Durante la primera semana todo fue sobre ruedas: jugamos al póker (más bien jugaron ellos, yo fingía que lo hacía, pues a día de hoy todavía no sé ni el orden de las cartas), cenamos juntos e incluso vimos algunas películas.

Después de esos siete días, tres horas y veinte minutos las cosas cambiaron. ¿La razón? ONO. Esa magnífica empresa de telecomunicaciones que se encargó de arrebatarme a mis nuevos amigos. Esa máquina de matar vínculos que me dejó en un segundo plano. Ese módem con apariencia elegante que me miraba tirano apoyado en el mueble del televisor.  El día que entré en el comedor y me topé con el más puro de los silencios mi cabeza escuchó la voz de alguna teleoperadora como si de un fantasma se tratase: “¿Están contentos con el servicio?”

¡No! No estoy contenta con el servicio. No estoy contenta con mi nuevo piso. No estoy contenta con los dos seres pululantes que solo salen de esas cuevas para hacer sus necesidades (dato del que tengo noción por el ruido de la cisterna, si no, ni eso).

Pero bueno, recogí mi dignidad, restablecí mi orgullo y continué fingiendo que yo también tenía algo que hacer en la vida.

Mi ilusión se desvaneció. Comía sola, hablaba sola, y veía los programas nocturnos de de póker sola, con la esperanza de aprender, o de que alguno de los dos espíritus saliera de sus morada para interesarse por el trío de ases que alguno de los participantes acababa de sacarse de la manga. Pero eso no pasó.

Poco a poco me fui acostumbrando, aunque dejé de hablar sola: quizá no era un buen reclamo para hacer que mis compañeros actuasen como tal. No obstante, mis verborreas necesitaban encontrar una vía de escape. ¿Cuál? Las llamadas gratuitas a fijos que ofrece el servicio de ONO.

Un día, cuando estaba al teléfono con mi madre (a quién si no iba a llamar yo), se le ocurrió la excelente idea de incitarme a salir a la calle: dar algún paseo, tomar algo… intentar conocer a gente nueva, vaya.

Maldigo el momento en el que decidí bajar a la calle y tratar de entablar conversación con alguien. Todos los jóvenes estaban pegados a sus móviles táctiles de última generación, esos que parecen una pista de aterrizaje para un avión turista, esos que te metes en el bolsillo y terminas cojeando.

Desesperada, decidí sentarme en un banco frente a un parque. Al menos allí los niños jugaban, se tiraban por el tobogán y se columpiaban empujados por algún amigo. Una estampa muy bonita.

Pero yo ya estaba muy desmotivada. Así que me puse los cascos de mi MP3, subí a tope el volumen y le di al play . En aquel momento el mundo que me rodeaba ya no existía. Tan solo la música y mis pies, a los que no podía parar de observar.

Cuando crucé la esquina para llegar a mi nuevo portal, una chica morena se puso delante de mí  y me mostró su mejor sonrisa. Dije: “¡Alguien sociable!”. A lo que ella respondió: “¿Tiene usted ya ONO en casa?”


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