la masa negra (ahora sí)

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- ¡Mama!- El grito de la niña cortó la oscuridad de la habitación. De pronto todo parecía adquirir la quietud habitual.
En la cocina la madre resopló, moviendo su flequillo hacia arriba. Cerró el grifo, dejó la olla a medio fregar y con andar fatigado se dirigió a la habitación.  Meditabunda, decidió zanjar, de una vez por todas, este asunto. Sus muchos quehaceres no le permitían pasarse la noche bailando entre la cocina y la habitación de la niña.  
Encendió la luz pasillo y entró. Un soplo de aire gélido le acarició la nuca alertando al bello que se erizó al momento, supongo, que fruto de un miedo inesperado. No era la primera vez que lo sentía. Incluso, en una ocasión, se lo comentó a un albañil que acudió a la vivienda en busca de algún agujero o resquicio donde pudiera entrar aire. Miró y remiró el hombre, bajo la insistencia de la madre, hasta que, harto, le perjuró que todo estaba perfecto. Pero lo cierto era que ella lo sentía, y todas las noches, hasta en las infernales noches de agosto. Decidió, sin embargo, que serían imaginaciones suyas, traiciones de su cerebro que sólo recreaba los acontecimientos que ella ilusionaba.
Entró en la habitación dando, al instante, un paso hacia atrás, sobresalta por la densidad de aquella extraña penumbra. La masa casi oscura se podía palpar con las manos. El aire era escaso y casi irrespirable.  Se frotó los ojos y miró desde el umbral de la puerta hacia la profundidad de la habitación. Mil ideas golpeaban su cabeza, formando un torbellino que amenazaba con romper su frágil equilibrio metal. De pronto, la voz de su hija sonó lejos, dejando a su paso una estela de ecos cavernosos, rescatándola de su enturbiamiento. Ordenó sus ideas persuadiendo a su mente, convencida que se encontraba ante una treta de la cría.
Se acercó a la cama, acariciando con los dedos el escritorio, único faro en la espesa sombra. Chocó con el cabecero y agitó con el brazo la compacta atmosfera. Era imposible ver a la niña. Se acercó cada más, dubitativa, retirando con golpes vigorosos la negra masa, cuando vio un bulto negro acurrucado encima de cama. Montó en cólera al instante. Apenas podía creer que aquella desagradecida montara todo ese teatro solo para fastidiarla. Ella también se había dado cuenta de que últimamente la relación entre ambas era insoportable, pero no tenía tiempo para remilgadas. Con actitud severa se posó delante de aquella  sombría silueta y culpó a la niña de su agotamiento. Le reprochó ser mayorcita para creer en monstruos y fantasmas. Le recriminó, lo ridículo de su comportamiento recordándole, lo mucho que se reirían sus compañeros si se enteraran de que su mamaíta miraba todas las noches debajo de la cama, en busca vete a saber que bicho. La amenazó con dejarla encerrada bajo llave, etc. La retahíla continuó hasta que dio por saciada a la bestia del odio.
Acabó la mujer exhausta, abriendo la boca en busca de más aire y agotada, se agachó, apoyándose en la cama. Torció la boca en gesto de repugnancia, hasta que al fin, se sentó al borde de la cama.
De pronto aquel bulto negro se movió y lloró. Rogó a su madre que la dejara dormir en otra habitación, incluso en el sofá. Imploró que la dejara salir de allí. Clamó a la confianza, perjurando que si se quedaba sería su último aliento. El bulto se movió hacia la madre que apenas pudo distinguir los rasgos de un rostro etéreo que se confundía en la penumbra. Hacía mucho tiempo que no se encontraban tan cerca, las respiraciones de ambos rostros se acariciaban observándose en el silencio. La niña se acercó aun más queriendo acariciar aquel rostro envejecido por el cansancio, la quería y odiaba verla sufrir.
La madre no podía quitar la mirada de aquel bulto negro, una extraña atracción la mantenía inmóvil. Al verlo de cerca lo reconoció. Muchas veces oyó la historia del anochecer; una temible bestia que se alimentaba de niños faltos de amor y protección, que eran devorados confundiéndose para siempre en la penumbra. De pronto, la masa negra se abalanzó sobre la madre, que, horrorizada huyó cerrando de golpe la puerta de la habitación. Corrió hacia la cocina y cogió la llave con la que cerró para siempre aquella habitación. Apoyó su espalda en la puerta y se dejo caer hasta sentarse en el suelo. Respiró hondo recuperando el aliento durante unos pocos minutos, levantándose, luego, enérgica se dirigió a la cocina, donde, cogió la olla todavía por fregar y retomó sus quehaceres entonando un alegre canción de la infancia.


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