Historias en busca de un escritor

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Nadie lo podía juzgar por falta de persistencia. Si había algo que lo caracterizaba era la tozudez con que cada noche se sentaba a garrapatear letras, ideas, historias que rumiaba en el día y que intentaba mantener en su cabeza hasta el momento supremo en que se encontraba en soledad, en la intimidad de su habitación.


Esa noche, al igual que las noches de los últimos 7 meses, se sentó frente al teclado para escribir lo que consideró era su mejor idea hasta el momento. Ganas tenía, tiempo sobraba, léxico abundaba y las ideas fluían. Solo le faltaba la confianza. Aquella que le impidió terminar alguna de las historias que se había propuesto describir y que solo en una mente brillante como la de él podía parir. Pero ese era justamente el problema.


“Es que escribir es una paridera, hermano” había escuchado muchas veces decir a varios de sus compañeros e incluso profesores en la facultad de periodismo, tal vez para justificar la ineptitud para aflojar la mano. Como la frase provenía de cabezas hábiles y capaces en otros escenarios, se creyó cada una de las letras de semejante eufemismo: “Es que escribir es una paridera, hermano”.


Por eso, cada vez que se sentó frente al teclado, el miedo a parir, a permitir que las letras y palabras tuvieran vida, se desligaran de la pantalla de su computador y alzaran el vuelo, flotaran por el ambiente de su habitación y osaran escapar por la ventana, hacía que cerrara las piernas de su imaginación para evitar semejante dolor.
Invariablemente, al final de cada noche, las cuartillas impresas iban a parar a la papelera que estaba debajo de su escritorio. Historias reales o imaginarias, verosímiles unas y desesperadas otras, que nunca tuvieron la oportunidad de alimentar la mente de otras personas, ampliar la visión de otros mundos residentes en las cabezas de los ignorados lectores.


Con decepción por no poder parir, hacía una pelota con la hoja de papel impresa y encestaba nítidamente en la papelera, como un ritual que se repetía a manera de deja vú noche tras noche. Miraba la papelera como tratando de entender qué había salido mal en esa historia y con un suspiro de autocompasión apagaba la luz de su cómoda, se recostaba en la cabecera de su cama y renegaba de su ineptitud. Era claro, “es que escribir es una paridera, hermano”.


Esa noche, la noche del desenlace final, se quedó inmóvil en la cama, mirando a un punto fijo en la oscuridad. La frustración alimentada noche tras noche, sumando solitarias noches de decepciones, ejercían un peso en su pecho. Eran sus ideas, sus historias, las mismas que en la intimidad le habían pedido nacer, que debían volar por si mismas usando la mano del escritor para que cobraran vida. Todas esas historias revoloteaban en su cabeza, lo abrumaban y le impedían conciliar el sueño.


El bramido quejoso lo sacó de su ensimismamiento. Prendió la luz para ver que era y la quietud de su habitación lo convenció que había sido su imaginación, el umbral del sueño que lo había engañado.


Apagó de nuevo la lamparita que acompañaba sus desvelos y solo unos momentos después escuchó un quejido como de ultratumba, opaco, continuo, grueso y tan real como indescifrable.


Las historias que él pensaba que habían nacido muertas y que yacían en la fría papelera se resistían a quedarse ahí, inertes, incapaces de influir en la vida de otras personas. Se resistían a no trascender. Se levantaron en protesta lenta pero firmemente; no pedían que las dejaran nacer, exigían la necesidad imperiosa de ser publicadas. Se acercaron a la cama, reclamando al aprendiz de escritor con sonidos vagos indescifrables la incapacidad de confiar en su instinto de contador de historias.


No le dio tiempo de volver a prender la luz. No hacía falta hacerlo para caer en cuenta que las historias que había escrito durante días se habían apoderado de su tranquilidad. Letras, palabras, ideas todas al acecho, encima de él como revoloteando sin clemencia sobre una mente trastornada. Apenas tuvo tiempo para comprender que no era él quien había intentado crear historias sino que eran las historias las que lo habían escogido a él para hacerlas realidad.


Pero ya era tarde.

Amaneció en su cama, desquiciado, sin norte en su mente ni capacidad de habla, mucho menos de escritura. Por la ventana abierta se veían las últimas letras abandonar la desordenada habitación en busca de una mente clara, brillante y sobre todo confiable que fuese capaz de darles vida.


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