jazmines en flor parte tres

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Sonó el timbre. Graciela llamo desde la puerta de entrada a su hija, informándole que un regalo especial había llegado en su honor. Ella corrió como una niña. Un hombre la esperaba con un ramo de grandes jazmines abiertos, resplandeciendo su perfecta madurez y esparciendo en su nariz su aroma. Leyó la pequeña tarjetita de color rosa que había debajo de las flores. Reconoció las letras de inmediato.

“Te amo, Feliz Cumpleaños mi hermosa flor. Por siempre tuyo, Julián”, decía el presente. Ella se emocionó de alegría, no se había esperado para nada tal sorpresa.

Cuatro horas más tarde, en la cena que compartía la familia entera, un llamado al teléfono silencio a todos los comensales. Contenta, Francina atendió, pensando que sería su novio. Se equivocó. Era el padre de él, con una trágica noticia…

En cada una de las florerías la respuesta a sus mismas preguntas había sido negativa. Nadie reconocía el nombre de Julián Guerrero. Algunos lo recordaban por el apellido del padre, de ese anciano que había perdido todo y sin poder resistirlo, había tomado la decisión de quitarse la vida. Había sido una noticia estremecedora en el pueblo y en las cercanías a él, los habitantes no estaban a acostumbrados a ese tipo de catástrofes humanas.

Ya sin demasiadas esperanzas, decidió dirigirse hacia el cementerio, a unos kilómetros distanciados de la urbanización. A un costado de la carretera, descubrió una pequeña florería. Era una edificación antigua, por su estilo decadente. Era una casa de un solo piso, con ladrillos a la vista y de ventanales pequeños, que apenas dejaban vislumbrar los ramillos de flores que se encontraban detrás. Estaciono el coche a unos pocos metros de allí.

La puerta estaba abierta. La madera vieja chirrió ante el primer paso que dio Francina con sus tacones. Contemplo el lugar con desagrado, mientras que pensaba que era imposible encontrar la respuesta ahí. Los ramilletes, de rosas, afromedias, clavales, se encontraban esparcidos por el suelo en altos jarrones o en otros más pequeños que estaban sobre mesillas de madera. Había un mostrador en el fondo de la habitación, detrás de él apareció un anciano de cabellos blancos y sin dientes. Fue lo primero que observo Francina.

-Señora, ¿en que la puedo ayudar?-pregunto el floretista.

Empezó con el mismo discurso que los anteriores. No miraba al extraño hombre, sino a un jarrón que tenía a unos pocos pasos, repleto de jazmines. Cuando callo finalmente respondió a la mirada del oyente. Los ojos de él desprendían un brillo encantador, estaba a punto de sollozar.

-Sí, yo se puedo ayudarla-dijo y le indico un banco enano detrás del mostrador.

>>Él vino unas pocas horas antes de que se marchara. Entro por esa puerta, tal y como usted lo hizo, mirando con asco todo lo que sus ojos pudieron ver. Yo lo atendí con poco ánimo, no me gusta que me desprecien mi trabajo, mi lugar. Me pareció extraño lo que me pedía y de lo que me ofrecía a cambio. Me nombro a su padre, en donde se encontraba su hogar y me alegre de saber que ese espectacular jardín fuera mío, bah, sus flores. En verdad siempre preferí sacar flores naturales y frescas antes de las que mandan de otros lados, ¿entiende? Son más bellas en su estado original. Bueno… acepte prometiéndole que cada uno de sus cumpleaños yo le llevaría un ramo de jazmines blancos, rebosantes de esplendor, los mejores de la planta. Le pregunte por qué no lo hacia él, ya que era su jardín, su propiedad y usted, su novia. Recuerdo que agacho la cabeza y casi como un susurro, me dijo: “pues me voy en unos días y ella me ha dicho que tiene un mal presentimiento, por si las dudas me aseguro de que reciba siempre su regalo”<<

Cuando termino de hablar, ya Francina lagrimeaba sin poder disimularlo. Se encontraba completamente perturbada, tratando de asimilar la información nueva que recibía, luego de tantos años de ignorar el misterio de las flores. Desde un principio todo había tenido su respuesta, pero ella había preferido continuar en el mismo estado, sin saber nada, dejando que su amor solo calmara las aguas.

Se sentó. En la lápida leyó en voz alta el nombre que estaba marcado en ella, la fecha, los cuadros dedicados por la familia, padres, abuelos, tíos, y ella. “Por siempre a tu lado, por siempre tuya”. En los pequeños floreros adornaba los jazmines. Co delicadeza los agrupaba uno por uno, mientras que pronunciaba algunas palabras, mirando la foto de un joven de apenas 21 años. Él sonreía, sus ojos conservaban el mismo encanto, su boca la invitaba a besar por largas y entretenidas horas de ocio y placer, sus manos la acariciaban, estremeciéndola de lujuria, y su voz, en el oído, pronunciándole: “aquí estoy, ya llegue”.


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