Día siete (CAP. 2; Final)

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 Día cinco:

         Las paredes pedregosas ya emanaban una sustancia liquida y viscosa Los ladrillos oscuros  parecían transpirar pequeñas gotas que, inmóviles pero innumerables, punzaban sus órganos. La humedad ya era fastidiosa y las goteras se habían reproducido en cientos de pequeños cristales amontonados que caían coordinadamente creando una melodía mortífera sobre los charcos creados.

         Desde su cama  observaba la ventana y notaba como, a causa del rocío y el encierro, la vista era más dificultosa que los días anteriores. Se puso de  pie y se acercó a ella. Entrecerrando los ojos para diferenciar los elementos del paisaje pudo notar a aquella mujer nuevamente allí parada; exactamente en la misma posición, con su misma vestimenta  (el vestido rojo acampanado), la misma mirada abrillantada y su misma sonrisa. Nada parecía haberse modificado. Quedó mirándola y su gesto comenzó a incomodarle; una situación fatigosa y un cosquilleo de fastidio comenzó a subirle desde los dedos del pie hasta lograr hormiguearle la nuca.  Pero no podía negar el poder que tenía ese rostro.

Ese día la humedad pareció desaparecer, las gotas ya no chillaban. En su lecho, con los brazos cruzados detrás de su cabeza y mirando el techo, repasó su inquietante rostro hasta que se venció por el cansancio y sus ojos cedieron.

 

Día seis:

         Esa mañana no soportó más y se paró repentinamente. Encogido como un feto se abalanzó sobre la ventana y 5garrando el marco solo dejó ver sus ojos curiosos levantándose lentamente para observar  lo que allí afuera ocurría. Agitado, se agachó rápidamente y descansó su espalda sobre la pared que le dejó un halo de agua en su camisa al ver que la mujer aún estaba ahí observándolo; inmutable. Parada con la misma fuerza que la caracterizaba, con su misma ropa roja, la mirada penetrante y alegre, su sonrisa suave invitándolo a ilusionarse.

¿Qué quería? ¿Qué buscaba de alguien como él, que hacía tiempo ya no vivía, que ya había olvidado el viento, el frío, el calor y la pasión?

Se sintió desesperado y cuando se propuso salir, el miedo y la imposibilidad lo cegaron. No podía, no era capaz de enfrentar el mundo, no era capaz de enfrentarla.

Siempre agachado, consternado por la situación e incapaz de dejar esa habitación, corrió hacia el escritorio y, tomando el lápiz y el papel, comenzó a escribir.

¿Cómo comenzar? Ni siquiera conocía su nombre, aunque su presencia era ya una compañía.

“No hay razón por la cual escribir, lo sé. Ni siquiera se si su mirada es un regalo que me pertenece, pero me ha hecho pasar los más hermosos y más tristes momentos de mi miserable vida; y eso es un lazo que deshonesto y triste sería romper.

Suena extraño, pero la quiero y la siento mi compañera. Pienso inagotablemente en usted con un vigor que hacía tiempo no experimentaba. Mis solitarias noches que me atosigan no sólo son tristes si no también irreales, mi querida, ya que, cuando a mi lado miro, usted no está.

Ignoro el día en el que lea esta carta, aún también si algún día efectivamente lo hará ya que me siento imposibilitado de enfrentarla, pero sepa usted que creó en mí la humilde pero viva esperanza de algún día poder oír su voz.”

Agitado dejó caer el lápiz y el papel al suelo cuando su pecho se hinchaba y se contraía con bocanadas de aire pesado que lo hacían sentir asmático. La pregunta le vino nuevamente a la memoria ¿Por qué esta todos los días parada en el mismo sitio, sonriéndole con el mismo gesto ruborizado y su largo vestido carmín?

La cabeza se le embotó y arrastrándose hacia la cama, logró conciliar el sueño; hoy esperando al fin, despertarse al día siguiente.

 

Día siete:

Aquel día el agua brotaba desde el interior de los ladrillos. Caía agua como cataratas de las paredes y ya era casi imposible ver por las ventanas. Su desesperación era indescriptible al saber que su dama se encontraba del otro lado aún sonriéndole con su vestido rojo y el no podía siquiera verla.

El eco chillón de las latas contra el hierro helado y el bullicio de los gritos ensordecedores  transcribía que el día había llegado.

Deambulando impaciente y tenso por la habitación, su más liberador y trágico sueño se le cumplió casi sin que él lo percibiera; allí parado frente a los barrotes cilíndricos de un color gris oxidado, que de solo verlos congelaban el tiempo, estaban parados los últimos ojos gélidos que lo juzgarían. Un hombre robusto, de una altura colosal y vestido con ropas marrones de piel animal, entró a su cuarto y lo tomó violentamente del brazo; lo sacó a rastras del hueco oscuro que lo acogía y, tomándolo por debajo de sus axilas, lo puso de un salto en pie.

Mientras caminaba por un pasillo interminable aún más inhóspito que su propio cuarto, iluminado con intermitentes velas que colgaban de las paredes, veía las manos que tendían entre los barrotes y tomaban las latas que le advertían jocosas su destino. Advertía rostros insanos que entre las penumbras se reían.  

Cuando salió al patio, aún más desolado que aquella ventana otoñal, otro hombre lo esperaba con una carta que sostenía en sus manos. La desenrolló y comenzó a gritar con una voz punzante e inquisidora los actos que merecían su mortífera condena.

Mientras era acusado a viva voz de desequilibrado e insano, el agua que caía de las paredes de la habitación que lo había apresado, era un aluvión imparable que fluía del techo limando las paredes y entregaba sus torrentes al piso ya empantanado. Las ventanas comenzaron a derretirse lentamente. El agua las arrasaba con ella e incorporaba sus colores al fangoso suelo mientras las hojas otoñales se disolvían; los adoquines se despintaban, el cielo celeste se confundía con las rocas grises de la pared, la ciudad de derrumbaba por el agua y esa sonrisa vestida de rojo seguía riendoentre las cataratas de agua que caían y no lograban borrarla..

Los cuadros que alguna vez había pintado el artista que, ocupando su habitación había sufrido su misma suerte, habían sido secuestrados por el agua y ahora yacían dispersos en el caldoso piso generando un tinte irreconocible. La pared descubrió, detrás de los descascarados brotes de pintura, una nueva ventana. Una que lindaba con otra habitación; con una rígida cama, un lavabo, un pequeño escritorio en el cual descansaban un lápiz y un papel, la letrina y una mujer con un vestido rojo que sonreía perfecta, con ojos color almendra y facciones que acusaban pasados provenientes de medio oriente.

En el gran patio soleado, casi recortando el cielo celeste, el desafortunado insano, pudo ver tres maderas en ángulos rectos de las cuales, del centro, pendía al viento una cuerda que brillaba dorada; la cual culminaba con un óvalo casi perfecto que siempre codicioso lo había estado esperando. Subió tres escalones enmohecidos y débiles que rechinaron. La cuerda tibia besó su cuello y el piso se abrió súbitamente creando un agujero negro del cual brotó, teñida en tintes carmín, la risa más lúgubre que en algún tiempo lo había esperanzado.


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